Me parece que alrededor de todas esas calles hay un cuerpo que se para a mirar los carteles, y ve en la estación uno en concreto, gigantesco y naranja rectangular, que dice así: “prohibido detenerse”. Maleta en mano, vamos a encontrarnos con el infierno —y es un secreto, pero dicen que es de color verde—, o a ver las siete maravillas del mundo desde el telescopio de los pies con durezas. Nos vamos a andar por los desiertos con las zapatillas que nos regaló papá, ¿te acuerdas cuando nos decía que nunca las usaríamos? Y míranos ahora, empieza el viaje a mundos cero: en paralelo con los años y perpendiculares en el tiempo. La recta es la distancia más corta entre dos puntos, pero esto es el principio de la eternidad. Coge la guitarra, que vamos a necesitar crear huracanes por los caminos colmados de hierba; coge el papel, que vamos a escribir que las noches nunca han tenido tantas estrellas, antes de fumarnos las letras y ver a la luna acompañada. Y pelearemos bajo la lluvia, y nos ducharemos en fuentes de vino hasta que se levante el sol y aparezca por la misteriosa colina que se te forma en ese pliegue del cuerpo que sólo conocen las hadas celtas. Amanece en este sitio, y es tan distinto a todo, que todo parece distinto: aquí los cafés en madera saben a sueños y no puedo parar de andar. Nos buscamos la vida en las basuras de los pueblos que esconden asombrosas paradojas de la misma, con armónica en boca, versos en la espalda y sombreros en la cabeza. Aún sabiendo que nunca hemos tenido insolaciones porque nos diese mucho el sol, que nunca imaginamos esos cuentos sobre lugares increíbles tan reales como ahora. Y, ahora, lo sabemos: no hay brújula que nos guíe mejor que nuestra intuición, ni alimento que nos llene más que el aire.

Viajamos como fantasmas, pero por fin, somos libres.

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