Esa madrugada de sábado al fin descansaba en casa, Marisa llega con un café y me lo ofrece con cariño.
El buen gesto ocultaba una segunda intención, me explicó que deseaba una salida en familia, ¿como decir que no?, llamamos a las niñas y exultantes comenzamos los preparativos para ir a la costa.
Atiborramos el pequeño auto con los bártulos que apresuradamente preparamos y nos pusimos en camino.
Teníamos por delante unos ochenta kilómetros. No habíamos rodado los primeros cinco cuando Joana, la menor, pronuncia la infaltable pregunta
– ¿Papi, cuando llegamos?
-En un rato, jueguen a adivinar el color del próximo vehículo que venga de frente.
Eso las mantuvo entretenidas, tanto que su madre se sumó al juego.
A medio camino, observé por el espejo retrovisor que Maira, nuestra hija mayor, le susurraba algo al oído a su hermanita apretando sus dientes.
Al preguntarle que pasaba, Maira soltó el retenido
– me estoy orinando papi, no soporto más.
-Solo faltan dos kilómetros, hasta la próxima estación de servicios, resiste un poquito.
Aceleré nuestro pequeño pero impecable Chevette. Apenas frené en el aparcamiento Maira corrió hacia el baño, no sin antes haber derramado un poco de yerba en la alfombra del auto.
Sin inconvenientes hicimos el resto del viaje, salimos de la ruta y nos internamos por callejuelas que al final nos mostraron un hermoso paisaje, donde imperaba un pequeño pero torrentoso cauce de agua, que a pocos metros desembocaba en el gran Río Coronda.
Nos instalamos en un buen lugar, lo más limpio posible y era esperable sentir el olor característico de los sitios de pesca donde la carnada al sol se pudre e impregna el aire de un fétido aroma, al que alguno hacemos caso omiso por la ansiedad de disfrutar de la pesca.
Por suerte no era un lugar con barranca y eso nos tranquilizaba, las niñas estarían más seguras en una costa así.
Luego de los preparativos… la pesca. Armé con celeridad mi equipo y encarné el anzuelo con unas gordas lombrices que desenterramos en el patio de casa esa misma mañana.
En quince minutos había capturado dos bagres chicos, que regresamos al agua, pero era augurio de una buena faena. Marisa y las nenas se acercaron con sus cañitas mojarreras para hacer sus lances.
Todo estaba saliendo muy bien.
Cerca mío, un señor mayor, pescaba plácido, sentado en un tronco, cuando una ráfaga de viento le voló el sombrero de paja con el cual se resguardaba, con tanta mala suerte, que el mismo planeó hasta caer en las aguas del pequeño río.
Siempre reacciono con rapidez a situaciones de peligro, pero que fue lo que me hizo actuar de esa manera no lo sé, raudamente me quité las zapatillas, la remera y me lancé a las aguas, quizá rememorando mis días en el Profesorado de Educación Física, en tres esplendidas brazadas estaba junto al sombrero de paja, lo tomé e inicie mi regreso a la costa, mejor dicho, intenté regresar, el agua corría demasiado rápido y mis doce kilos de más, que no había tenido en cuenta, ahora me hacían notar mi error, sabía que tenía que llegar a la costa antes de la desembocadura en el río Coronda, porque ahí había un remanso que me podría succionar y quedar enganchado en alguno de los árboles y ramas que seguramente el río arrastraba hasta el fondo convirtiendo ese lugar en una trampa mortal.
La fuerza que tenía que hacer para luchar contra la corriente me agotaba muy rápido y el remanso estaba cada vez más cerca. En medio de mi desesperación, sentí como lejana, la voz de Marisa gritando algo que todavía hoy no descifré. Por mi cabeza pasaron mil presagios, pero trataba de mantenerme firme en mi decisión de alcanzar la costa, por momentos tragué agua, pero no dejé de intentar mi nado, que parecía inútil en esa desigual pelea entre mi obeso físico y la majestuosidad de la fuerza de la naturaleza. En una de mis alocadas brazadas, de pronto, golpeo contra algo sólido y como pude me aferré a ello, era un bote atado en tierra firme, que el remolino del remanso lo llevaba de pronto hacia dentro del río y luego a la costa, el mismo bote me acerco a la parte más playa en un rápido movimiento.
Al fin hice pie, salí del agua sin casi poder respirar, menos podría hablar para contestar a mí esposa las cosas que me decía enojada, cuando recuperé un poco de aliento me erguí y vi que conservaba en mi mano aquel sombrero de paja, con paso casi titubeante y Marisa perforando mis oídos me acerque al dueño del sombrero y deposité el mismo a su lado, el viejo seguía sentado en su tronco y solo atinó a mirarme de reojo y sin hablar volvió a concentrarse en su caña de pesca.
No lo podía creer, ni siquiera un simple gracias, nada, cuando dejé de pensar en que casi muero por ese sombrero de paja, vi a mi familia cargando todo en el auto, y no tan prolijamente como lo habíamos traído. Sin decir nada ayudé con las últimas cosas y tomé el volante, porque las tres ya estaban sentadas arriba del auto.
Fueron los kilómetros más tensos que haya conducido, no hubo ni quejas, ni reproches, pero tampoco hubo palabras, solo susurro entre las chicas en el asiento trasero y yo que repetía en mi mente una y otra vez.
– Y todo por un maldito sombrero de paja
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