La Adivina
Silvestre Pacheco León
Aquel día mi madre llegó con la noticia que yo esperaba. Me dijo que su hermano me trabajo para la escarda del maíz, que me pagaría seis pesos por día.
Era mi oportunidad de ganar dinero en las vacaciones de la secundaria aprovechando que a tiempo habíamos terminado el trabajo en nuestra siembra.
Pese a la advertencia de que el hermano de mi madre no era buen patrón y que las condiciones del trabajo en su parcela tampoco estaban para presumir, decidí aceptar.
Mi tío no tenía buena fama de campesino. Sembraba nada más para su gasto y por no perder la costumbre. Por eso su milpa crecía siempre abandonada.
Como su parcela era una de las más alejadas del pueblo, desde el primer día madrugué para llegar a tiempo.
La escarda se hacía a la manera tradicional, usando el viejo y pesado arado polko jalado por una yunta de bueyes.
Mientras mi tío conducía la yunta por el surco, yo descubría entre la tierra suelta y limpiaba cada mata de maíz que la aleta del arado cubría a su paso.
Me esforzaba en hacer bien mi trabajo para demostrarle a mi tío que merecía el pago completo del jornal, pero jamás pude alcanzar el ritmo de la yunta debido a la crecida y abundante maleza que me entretenía.
A medida que avanzaba el día me pesaba más mi espalda por la postura de trabajar agachado en el surco y sin modo de evitar las espinas que a cada paso herían mis manos, tal como me lo advirtiera mi padre.
Nada que ver con lo descansado del trabajo en nuestra parcela donde un solo peón bastaba para seguir la yunta, pero con mi tío no había pausa para descansar. Sólo aprovechaba como un respiro al juntar la leña y hacer la lumbre para calentar la comida, hasta que tuve el ingenio de alargar la hora de comer platicándole historias de las Mil y una Noches que mi padre me contaba y a él le divertían.
Así pasaron los primeros días que fueron suficientes para arrepentirme del trabajo, salvo porque mi padre me hizo unos dedales de hoja de palma que estrené para cubrir mis dedos contra las espinas.
Pero después me disgustó la confianza que mi tío se tomó conmigo al dejarme a cargo de los bueyes para llevarlos a pastar cada tarde, porque no era tarea de un peón.
Una tarde lluviosa en que regresé a la casa, mojado, cansado y hambriento, juré que dejaría el trabajo de mi abusivo empleador, pero mi madre me hizo cambiar de opinión con la noticia estaba contento con mi trabajo y que me pagaría el día completo, pero me pedía que desde la mañana siguiente pasara a su casa para llevarle el almuerzo.
El enojo que me acompañó esa mañana cargando más peso del acostumbrado, se me quitó al llegar a la parcela, porque mi tío había contratado otro peón que haría desahogado el trabajo.
Solo que nuevamente me desencantó porque me quitó el encargo y la oportunidad del descanso a la hora de buscar la leña y hacer la lumbre para la comida.
Cuando platiqué a mis padres mi disgusto, apoyaron mi decisión de dejar el trabajo, pero me recomendaron avisarle a mí tío.
Por eso regresé al día siguiente con la decisión de despedirme, sin imaginar lo que me esperaba.
Sólo recuerdo que me desconcertó ver los bueyes sin uncir, y mi tío molesto, porque su arado había desaparecido.
Sin encontrar el momento adecuado para comunicarle la decisión a mi tío, nos volvimos al pueblo donde nos dedicamos a divulgar lo sucedido.
La gente se alarmó porque nunca se había dado un caso parecido y porque un arado era difícil de robar por ostentoso y pesado, que requería de una yunta o más de una persona para subirlo a una bestia de carga para transportarlo.
Como último recurso para encontrarlo mi tío fue con la adivina para que le echara las cartas.
Pero la señora le respondió que no veía ningún indicio de robo, ofreciéndole, si quería, que podía hacer un “trabajito” para castigo de quienes le habían hecho la maldad.
A mi tío le pareció bien darles un castigo y me mandó llevarle del altar de mi abuela el cuadro de Las Ánimas.
Cuando regresé con el encargo, ya tenía una caja de cerillos y una veladora que luego de encenderla se la puso muy cerca al cuadro de las Ánimas, como le instruyó la adivina. Dijo que esa noche los ladrones se quemarían como las Ánimas.
Incrédulo de lo que hacía mi tío yo solo deseaba que los días de descanso se prolongaran, pero el asunto se resolvió más pronto de lo esperado.
Mi madre llegó con la noticia. Que no había habido tal robo. Que había sido el hermano de mi tío quien tomó prestado el arado para usarlo un rato en unos surcos que le faltaba terminar, pero que se desentendió del asunto porque ya no preguntó si sus trabajador al terminar devolvieron el arado a su lugar.
Nos contó que mi tío se enteró de todo porque se le ocurrió pasar a la casa de su hermano para pedirle prestado su arado y que le extrañó que siendo un día de trabajo, aún estuviera en su casa.
Que cuando le preguntó la razón de no haber salido a trabajar, su hermano le respondió que se había desvelado a causa de un calor que le había impedido dormir.
Cuando su hermano le preguntó a mi tío la razón de que tampoco estuviera trabajando, este le comentó el robo de su arado.
Así el hermano cayó en la cuenta que su trabajador le había quedado mal, y mi tío de que el “trabajito” de la adivina había surtido efecto, y los dos, pasmados por la casualidad que evitó un suicidio.
Al otro día la noticia la recibí entre mis manos, era el pago completo que gané como peón.
OPINIONES Y COMENTARIOS