Ya era de día. Otra vez. Abrió con esfuerzo los ojos y, sin mirar, adivinó la luz que se colaba por la ventana tapiada. Se movió un poco, apenas lo necesario para comprobar si su cuerpo todavía le respondía, si seguía ahí con ella.

El primer pie desnudo sobre el piso frío era siempre el claro vaticinio de lo que le depararía el día. La cachetada inicial de toda mañana, despiadado recordatorio de una realidad cobarde.

Pensó en el perro que siempre había querido tener y no pudo.Tal vez había soñado con eso, ¿por qué lo recordaría ahora sino?

Se dijo que debía comprar una alfombra para el costado de la cama, de esas que se consiguen en cualquier bazar de barrio, y no son caras considerando lo peludas que eran. Invirtiendo unos pesos más, algunas hasta se veían sofisticadas, como las de las casas de campo de las revistas que ya no leía porque para qué.

Abrió el cajón, se subió el pantalón, se abrochó la blusa, se maquilló.

Sí, decididamente debía comprar esa alfombra. Unos billetes por un despertar menos violento no estaba nada mal.

Mientras calentaba leche, recordó que hoy no sería un día más en el trabajo. Había pasado un mes desde que se anunciara la fecha, y todos en la oficina la habían esperado ansiosos e intrigados. Incluso ella misma había coqueteado inicialmente con la idea. Pero sólo dos días le duró el ardor que hoy era acidez.

Le fue inevitable pensar en su jefa. Una mujer linda y joven que parecía mucho mayor a fuerza de amargura y auto exigencia. Había decidido dedicar su vida entera al trabajo. ¿Pero verdaderamente había sido su decisión?

Invadida por esos pensamientos, quiso ser la leche revolucionaria que rebalsaba hacia la hornalla. Desparramada y vencedora. Incorrecta y libre.

Se sirvió una taza, le agregó café y se sentó a beberlo. No limpió, casi nunca limpiaba, prefería juntar mugre hasta que ya le fuera insoportable. Desde chica la caracterizaba ese afán por dejar para después lo que debía hacer hoy.

No quería ser como su jefa, definitivamente. Ni como gran parte de sus compañeros, desesperados por llegar al fin de semana, desaprovechando sus vidas en un eterno mientras tanto.

Enajenada, mujer autómata, terminó de vestirse, simuló mirarse en el espejo, se colgó el bolso, y salió a la selva.

En el camino repasó mentalmente su jornada laboral.Y otra vez la imagen de la alfombra acariciando sus pies desnudos en las mañanas. Recordó también el perro que hubiera querido tener, pero con tantas horas fuera de su casa…. sería imposible.

La vida de su jefa se adivinaba tan triste, se repitió mientras salía del metro atestado.

Y la alfombra, el perro, la casa de campo de las revistas, la leche que hervía y ensuciaba todo lo que ya no sabía cómo limpiar. Porque cuando se dejaba pasar mucho tiempo, se corría el riesgo de que la mugre se quedara para siempre.

Llegó a la oficina puntual como todos los días. Saludó a sus compañeros, se acomodó en su escritorio, encendió la computadora y se puso al día con los mails.

A las 11 se reunió con su jefa y conversaron durante un largo rato. Debió de ser sobre algo bueno, porque sonrieron juntas y sintió nacer cierta simpatía y admiración por aquella mujer decidida y exitosa que le anunció que dejaba la empresa para ocupar un puesto más alto en una multinacional.

A las 12, convocaron a todos a la sala de reuniones, donde ya habían servido bocaditos.

Cuando ella entró, la recibieron con aplausos y saludos de felicitaciones.

Apoyada contra la ventana, quien fuera hasta hoy su jefa la observaba con una mueca de orgullosa aprobación.

Descorcharon algunas botellas de champagne y las sirvieron en copas mientras se proponía un brindis por su tan merecido ascenso.

En ese momento, sintió cómo en su pecho se suicidaba un grito.

Hay quienes creen que en esto consiste el éxito.

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