Estaba sentada en el puente. A mi derecha el camping y a mi izquierda la calle mayor, tan larga, que resultaba imposible ver el final. Los coches pasaban silbando a toda velocidad, sin embargo las aguas verdosas del Arga, no tenían ninguna prisa. Dejarían el valle de Valdizarbe para ir camino de Mendigorría. Allí donde se visten de romanos el último fin de semana de Junio. Quizás para avistar desde lo alto que todo anda en orden y no hay ningún circo montado entre sus vecinos puentesinos. Las campanas de Santiago avisaban de que ya eran las dos y como todos los días de verano a esas horas, el sol no daba tregua. Luchando contra el insoportable calor, aparecieron dos valientes peregrinos arrastrando sus sandalias. Igual que Sancho Panza y Quijote, uno alto y el otro regordete. Solo que ellos no tenían la suerte de tener ni caballo ni asno. El ruido seco de los palos de madera contra el empedrado, rompía el silencio del mediodía. Estaban tan cansados que ni siquiera se pararon a capturar el momento. No sabían que estaban caminando sobre una obra de arte donde sus antiguos compañeros tenían que pagar peaje. Con palabras entrecortadas por el cansancio me preguntaron si por allí se iba al albergue con piscina. Asentí con la cabeza, señalando las flechas amarillas. Ignoraban que todavía les quedaba la última cuesta, que es la que más cuesta. Atraída por tremendo sacrificio, decidí seguir sus pasos, como si por un momento yo también me hiciera partícipe del camino. Y es que aunque no seamos conscientes, de alguna manera todos somos parte de él. Desde el otro lado, se podía ver el reflejo de las casas en el agua. Un espejo que duplicaba las distintas viviendas, encajadas como si de unas fichas de puzzle se trataran. El puente románico, con sus siete ojos, incitaba a mirar y admirar su belleza. Allí donde el txori iba a visitar a la virgen, todavía se puede respirar la leyenda. Misterios que adornan la ruta jacobea.

Regresaba hacia la calle mayor cuando una mano tocó mi espalda. Era uno de los peregrinos, que me preguntaba por otro albergue. El camping estaba lleno y no sabían dónde ir. Sancho, sentado en el punto más alto del puente, donde el arco divide el recorrido en dos, no tenía intenciones de moverse. Como tantos otros, se había torcido el tobillo bajando entre las piedras del Perdón y no podía soportar el dolor. Aunque todavía había muchas horas de luz, no aguantarían hasta Mañeru. Quijote intentó levantarlo, pero empezó a maldecir en inglés. Levantó las dos manos al cielo como si tratara de pedir explicaciones a Dios. Why Jesus? Why? Tapándose la cara con el sombrero de paja, rompió a llorar. No podíamos ver sus lágrimas, pero sí oírlas. Creo que nunca había visto a un hombre tan desesperado. Tan completamente abatido. Quijote me suplicaba que les ayudara, pero qué podía hacer yo si habían llegado tarde y se habían quedado sin sitio. Para no andar con disgustos, hay que madrugar. Quijote se quitó las sandalias y se sentó junto a Sancho. En contraste con su piel negra, las plantas eran del color de la mías, solo que estaban llenas de ampollas reventadas. Las tenía en carne viva. No sé si lo que pretendía era darme pena, pero si ese era su propósito, desde luego que lo consiguió. Cogimos de los brazos a Sancho y volvimos hacia el pueblo. Tenía el tobillo totalmente hinchado. Pese a que había hecho muchos kilómetros así, cada vez que pisaba su cara se retorcía de dolor. Al parar, el frío siempre llega para molestar.

Avanzábamos despacio, bajo las sombras de los portales. Cada veinte metros tenían que detenerse a tomar aire. Sus cuerpos sudorosos desprendían olor a hombre, a humanidad que no es capaz de aguantar tanto esfuerzo físico. Llegamos a la plaza y nos sentamos en los soportales. Todavía quedaba otro tanto hasta mi casa. Compré una botella de agua y se la bebieron como si fuera bendita. Dando gracias y más gracias por mi amabilidad ante tanta desgracia. Seguimos nuestra particular penitencia calle mayor arriba, no sin antes pararme a comprar frutas y verduras. No me lo habían dicho, pero yo ya intuía que más que la falta de sitio, el problema era la ausencia de dinero en sus bolsillos. Pasamos por el atrio de la iglesia, y entramos en sus estancias. Sancho quería agradecer al santo por encontrarme en su camino. Dentro, nos invadió una silenciosa oscuridad. Tuvimos que esperar un poco, hasta que nuestras pupilas se adaptaran al entorno. El frescor del interior, calmó a los peregrinos, dibujando una media sonrisa en sus rostros. Después de rezar el padre nuestro, volvimos a la claridad del exterior. Quijote admiraba maravillado las esculturas de los arcos de la portada. Talladas por los artesanos medievales, invitaban a imaginar diferentes relatos bíblicos.

Abrí la puerta de casa, sin apenas conocer a mis huéspedes. Acogiéndoles como indica nuestro patrón Santiago. Comieron, se ducharon y descansaron toda la tarde. Como si hubiera pasado mucho tiempo desde la última vez que durmieron en una cama. Mi prima me preguntaba por sus vidas, pero yo no tenía ni idea de ellas. Para mí eran Sancho y Quijote descansando en una de mis alcobas. Se levantaron a eso de las ocho, con las únicas ganas de volver a comer y ponerse en posición horizontal otra vez. Pero saqué la garrafa de Orvalaiz y el queso de Martija y empezamos a contarnos nuestras penurias. Bueno, o lo que entendía de ellas, porque mi inglés llega hasta donde llega. Resulta que mis caballeros tenían nombre y apellidos y no se dedicaban únicamente a vagar por Castilla. Tom (Sancho) también lo hacía encima de un camión, transportando refrescos por toda Inglaterra. No sé si será por el poder del volante, pero siempre me han parecido atractivos los hombres que llevan un vehículo tan grande. Michael (Quijote) en cambio, daba clases de inglés en una escuela. Suspiré al pensar cuanto aprendería yo con un profesor de su talla. Fue una de las conversaciones más agradables que conservo en mi memoria. Cuando se acabó el vino, terminó la charla. Cada uno se acurrucó en su nido, a soñar con los pajaritos. En mitad de la noche, noté como un cuerpo se introducía en mi cama. Tan dulce y tan intenso como el café recién hecho con leche condensada.

A la mañana siguiente, me desperté con una buena resaca que contrastaba con mi alegría. Es difícil de explicar lo afortunada que me sentía. Los peregrinos se fueron por la puerta igual que entraron, arrastrándose en sus sandalias, mientras yo les decía adiós asomada a la ventana de mi casa, construida en esta calle mayor, y que es parte de este mágico pueblo donde se juntan el camino francés y el aragonés.

Hoy, estoy casada con uno de esos dos peregrinos, en vuestras manos dejo decidir con cual.

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