Dos cosas quiero pedirte esta tarde.

La primera, prométeme no llorar el día de nuestra despedida y la segunda…

Ana levantó el bolígrafo del papel. Respiró profundamente y secándose el sudor frío de las manos se dispuso a tomar una ducha.

9:00 am

Hacer el desayuno era cosa simple. Claro, de no ser porque en unas horas conocería a la persona de la que ha estado tremendamente enamorada. Para Ana, cortar una patata pasó a ser una acrobacia de alto riesgo, donde el más mínimo error le costaría un dedo.

Hoy sería un día relativamente tranquilo. En el trabajo pidió una semana de vacaciones, así que no revisó el mail como lo hacía de costumbre, obligándose a pensar que durante estos días se las arreglarían muy bien sin ella. En cualquier caso, mantuvo su teléfono cerca.

Tomó su taza de café y ojeó un par de revistas para distraerse. ¿Con cuántas cucharadas de azúcar le gustará a él? ¿Una? ¿Dos? ¿Sin azúcar? Han discutido las cuestiones más profundas del pensamiento humano y nunca le ha preguntado cómo le gusta el café.

10:45 am

Federico. El responsable de tenerla noches en vela y distraerla a ratos en el trabajo. El hombre con el que habla por horas. Su pequeño secreto. Lo conoció hace dos años, de la manera más graciosa y casi perfecta en que esto pueda suceder.

El universo acomodó todas sus direcciones para que estas dos personas se encontraran queriendo alquilar el mismo departamento. Él debía de tener unos veinticinco años, ella apenas se graduaba de la universidad. Desconocidos que después de una hora de recorrido por las habitaciones y la acogedora sala con vista al jardín de la esquina se vieron ante la penosa decisión de quien se quedaría con el lugar.

Después de una plática cordial, ella sólo recuerda estas últimas palabras: –Este es un sitio perfecto para vivir en la ciudad y por lo que veo, buscas un lugar donde quedarte un largo tiempo, por lo menos más que yo. Mira –de su bolsillo sacó una tarjeta y se la entregó –si cambias de opinión, háblame.

Aquella vez fue la primera y última vez que se vieron.

Ana miro la tarjeta, ahora un poco maltratada por el tiempo. Pasados un par de días intentó comunicarse con él sin éxito. Cansada de escuchar la contestadora, le mandó un mail diciéndole que había encontrado un mejor lugar y que el departamento era todo suyo. Para su sorpresa, Federico contestó su mensaje de una forma más personal, como dos amigos que se ponen al día del otro.

¿Qué tan extraño pudiera ser comenzar una relación epistolar con una persona que apenas conociste? Al principio se escribían semanalmente y pasados unos meses lo hacían todos los días. Poco a poco fueron construyendo algo que ninguno de los dos imaginó posible. Escribir cartas se convirtió en una manera más íntima de comprender el alma del otro. Entre los dos se formó un lazo ajeno a nuestra dimensión que los hacía percibir cuando el otro contestaba, un sexto sentido que erizaba la piel.

Empezaron siendo amigos, confidentes de secretos, de sueños y locuras. Fue cuestión de tiempo para que se enamoraran, aunque ninguno tenía el valor para aceptarlo. ¿Qué sentido tenía declarar sus sentimientos si nada cambiaría? Sin importar lo idealistas que pudieran ser, sus posibilidades no permitían volverse a encontrar.

12:00 pm

No pasó más de un año para que iniciaran los problemas. La necesidad de verse en persona era cada día más fuerte. El impedimento eran 15 horas de diferencia y un océano de por medio. Él sólo estuvo un mes en la ciudad. Siempre prometían volverse a ver de nuevo. Sin embargo, la esperanza se desvanecía cada vez más pronto. Salieron con otras personas, pero siempre regresaban al mismo lugar. Sin saberlo, el destino unía sus caminos una y otra vez.

Ana buscó entre sus cosas el brazalete de cumpleaños que le había mandado hace unos meses. Sin ataduras, en completa libertad y con un toque de frescura se confesaron su amor y la promesa estar juntos.

Tomó su bolsa de mano y fue al auto. De camino al aeropuerto, el miedo le recorrió toda la espalda. Soñaba despierta con salir a comer juntos, ver una película, acurrucarse en sus brazos y hundirse en sus labios. Ahora, estando a nada de verle, se preguntaba si realmente funcionaría.

De entre la multitud, lo alcanzó a ver. Era igual a como lucía en las fotografías, sólo que esta vez no llevaba la barba que acostumbraba usar. Sudadera negra, jeans y la misma bufanda amarilla de hace dos años. Se veía cansando. Sus miradas se cruzaron un momento, bastaron algunos segundos para reconocer el brillo de los ojos del otro. Esa pequeña luz que dejaba ver las cartas de tres hojas que se enviaban semanalmente, las noches de canciones, las conversaciones por teléfono, las sonrisas al teléfono… Federico no pudo evitar sonreír y caminar hacia la culpable de hacerle querer ser una mejor persona cada mañana. Él jamás creyó desarrollar el anhelo de ver a alguien de aquella manera. Tan sincera y auténtica, justo como lo dejaba ver en los mensajes. No se equivocaba, al contemplarla en la lejanía, perdida entre un suéter rosado enorme y con los botines arena, supo que tenían un largo camino que recorrer juntos.

7:00am

Y la segunda…

Del otro lado de la cama Federico respiraba profundamente. La sábana dejaba ver los lunares de su espalda, ¿los tendrá también su madre? Miro su cabellera despeinada sin poder evitar enredar sus dedos entre uno de sus rizos y sonreír para sus adentros.

Regresó a la nota. ¿Qué quería pedirle a este hombre? Hoy regresaba al trabajo y no lo vería hasta en la tarde. Lo más seguro es que saldrían a cenar en su lugar preferido. ¿Cuántas cenas les restaban? Él no estaría más que otra semana y después regresaría, para verse hasta Navidad.

En silencio, se levantó y buscó su cuaderno. Rescribiría su mensaje. Teniendo las ideas más claras, tomó el bolígrafo y abrió el cuaderno.

Ana,

He visto tu nota. No puedo prometerte tal cosa. Me conoces bien. Sobre la segunda, me muero por saber qué es lo que quieres que no puedes escribir. Lo que sí puedo hacer es decirte cada que hablemos lo mucho que te amo y has cambiado mi vida. Lo prometo.

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