Al zambullir los pies en el agua tuvo por primera vez en su vida una certeza: nadie elige el día de su nacimiento y casi nunca el de su muerte. Sin embargo, estas dos fechas parecen resumir cualquier vida por estrambótica, dura o aburrida que haya sido.
Carmela no supo qué hacer ante el sorprendente descubrimiento, que la empujó de bruces ante su propia insignificancia.
-Yo tampoco elegí el día en que vine al mundo- se lamentó.
El agua le devolvió la imagen de niña pálida que fue hace veinte veranos, y su mirada asustadiza se clavó en las pantorrillas rechonchas, que chapoteaban en el agua como dos péndulos sin precisión.
Para ese mes de junio el pueblo montañés de Sigón ya estaba mutando en secarral pajizo: parecía hecho de oro desde los miradores. Cuando Carmela cumplió cinco años empezó a viajar allí con su padre, que la dejaba en la estación del pueblo y se metía corriendo de nuevo en el vagón, por miedo a que la luz de aquel sol le hiciera invisible.
<<Pero ella es fuerte- se consolaba pensando- su piel absorbe la luz como el papel con la acuarela, y su abuelo está muy contento por tenerla en verano>>. Omitía en su cabeza que el trabajo no les dejaba ocuparse de su hija en los meses estivales, mientras contemplaba los campos de dorados que el tren dejaba de tras de sí, de vuelta a la ciudad.
La tierra, que tanto trabajó el abuelo de Carmela y que había alimentado generaciones de sigoneses,parecía secar sus entrañas y paría fuegos esporádicos hasta bien entrado agosto.
Pero Carmela Rellano no pensaba quedarse tanto tiempo. Había llegado el día anterior a matar el olvido de su niñez tras la muerte de su abuelo y esa misma tarde tomaría el tren de vuelta. Por eso nada más llegar al pueblo se reunió con sus veinte primos; para repartirse el legado de sueños y miedos que el patriarca dejó tras de sí en la casita azul del río.
-Yo me quedo con el cofre, con el espejo de la entrada y con el juego de tazas de café. -se había apurado a decir apenas abrió la puerta.
No pudo avanzar más: el resto de Rellano abarrotaba la estancia principal, dándole un aspecto fantasmal gracias a la tez blanca, casi transparente, que les caracterizaba a todos ellos.
-Qué feos estamos todos en verano, prima. – obtuvo por toda respuesta-. Bueno… tú no tanto.
Hacía diez años que no los veía y apenas les reconocía, pero en realidad nunca se había fijado mucho en ellos: mayores que ella, iguales entre sí y con las campanadas de la Iglesia como único latido y pulso de vida; poco tenía que ver la chica de ciudad con su ejército de parientes.
-Cofre, espejo y tazas para la niña; la mesa central, la lámpara del salón y el azulejo de la puerta para mí- dijo Antonia, la mayor. La única a la que Carmela distinguió por seguir exactamente igual que la última vez, aunque rondaría los cincuenta. Sólo una arruga había empezado a surcar el lado izquierdo de su cara, provocando una sombrita alargada en medio de la piel translúcida.
– ¿Qué te pasa, Carmela?
Los recuerdos punzaron por un instante su memoria y poco a poco fueron bajando por el resto del cuerpo: por sus ojos, por los brazos, hasta llegar a los pies. El temblor general casi le hace desmayarse. Era por la luz: por esa luz cegadora que en sus días de niña alegre en esta casa anulaba cualquier atisbo de oscuridad. La luz de los veranos de Sigón entrando tantos años después en sus ojos, en sus oídos, en los poros de su piel. De pronto Carmela tuvo en el mismo día la segunda certeza de su vida: necesitaba poseer la luz de esa casa para poder vivir.
-Te cambio las tazas por el azulejo.
Antonia Rellano giró su rostro por el lado de la arruga y, examinándola de arriba abajo, sólo contestó:
-Hecho. Vamos a ir al cementerio a ponerle flores al abuelo, ¿quieres venir?
Negó con la cabeza: la primera certeza de su vida le negaba imponer esas fechas talladas en mármol como resumen de quién fue su abuelo. El hombre que le había enseñado a amar ese pueblo recóndito no merecía la crueldad de que su vida se redujese a eso. Pero no dijo nada más y se limitó a esperar su turno en el reparto de recuerdos de cuando la vida era más alegre en verano.
En las cabezas fantasmales de sus primos distinguía incluso el reflejo de los azulejos coloreados de la pared. Mientras se repartían el resto de la herencia, la estampa parecía el mosaico de una vidriera viviente. Los azulejos habían sido obra de la abuela Clotilde, de la que nunca se hablaba. Ella echaba de menos la luz de su Andalucía natal y se propuso recrearla con las baldosas, embadurnando todas las paredes de la casa, el techo, hasta el huerto y el árbol del patio. Cuanto más cubría su mundo de azulejos, más blancos y delicados nacían sus hijos. Y aquello era un peligro en los meses de otoño y primavera, cuando la bruma cubría Sigón durante semanas y sus hijos a penas se distinguían de la niebla.
La última en nacer había sido la Carmina, la madre de Carmela: una muchacha criada ya sin madre, casi transparente, de ojos y cabellos grises. Tuvo que refugiarse bajo la sombra de la gran ciudad para poder sobrevivir. Nunca volvió, por miedo a desaparecer.
-Dejadla, es la más negra de todos- sentenció Antonia cuando Carmela se fue sin despedirse-. Necesita la luz porque en la ciudad no tienen este sol.
Y no le faltaba razón, porque armada con su espejo, su azulejo y el cofre; Carmela sintió que renacía un poco más, que brotaba de nuevo de su propio cuerpo. Y quizá esa alegría repentina era su venganza contra el despotismo de las fechas. La luz, en secreto, también era su obsesión.
El abuelo, en cambio, nunca le prestó mucha atención: lo suyo era vivir sin baldosas ni paredes, moldeando la propia naturaleza de Sigón. Con sol, con lluvia o con la bruma que, como la miel, se pegaba a todo y a todos los que habitaban el pueblo tras los equinoccios. Lo suyo era respirar su tierra dura, sus plantas salvajes, el carácter sus animales. Sólo el agua y el cielo se escapaban de sus manos: por eso construyó la casita junto al río y mandó construir un telescopio al cristalero del pueblo.
Tal era su concentración en la naturaleza que no sospechaba que su mujer- relegada al agujero solar que tenía por casa-, iba aparcando su obsesión por las baldosas brillantes; encandilada por el arte de domesticar la luz del artesano del cristal. Así fue como desapareció la abuela de Carmela una noche de San Juan hace cuarenta años de la mano del cristalero, sorteando las hogueras que la tierra de Sigón vomitaba todos los veranos. No volvieron a saber de ella. El abuelo arrancó con sus propias manos los azulejos del árbol y del huerto, pero no los de la casa: no volvería jamás a dormir dentro.
Ninguno de estos recuerdos danzaba por su memoria: la historia la había escuchado mil veces, pero nunca en boca de su abuelo. A decir verdad, él nunca le habló de nada personal ni pasado. Sus últimos años los pasó en la orilla del río, casi reptando, negándose a vivir de otra forma. Sólo antes de morir le había insistido por teléfono para que, cuando él ya no estuviese, volviese por el cofre. <<Tu esencia misma está dentro>>, le había repetido tantas veces.
Por eso en la soledad de la estación, poco antes de partir, no pudo evitar la tentación de abrirlo. Y entonces tuvo la tercera certeza y última de su vida, aquella que revocaría todas las demás: que la verdad no es tan importante. En realidad, la certeza no vale tanto. El telescopio de cristal, dentro, parecía intacto. Lo entendió todo.
El tren arrancó y justo entonces la tierra de Sigón parió una nueva bola de fuego. La sangre y el deseo de luz no explican nada. Porque la vida de verdad no cabe en resúmenes de fechas y nombres, qué más da que sean verdad. Sólo el calor que hace que la sangre corra por las venas de la vida es el que importa. Y no la luz que le hace brotar.
Mirando por la ventana no pudo evitar imaginarse a sus abuelos escapando de todo y de todos, en una noche tan corta como la que estaba por empezar.
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