El martes pasado no fui a cursar. Me tuve que quedar dos horas de más en el trabajo para compensar las llegadas tarde de la semana pasada. No me molestó porque no estaba mi jefe y entonces me pude dedicar a leer noticias en internet.

La bolsa había bajado pero el dólar había subido. No entendí porque, le pregunté a Julián que estudia finanzas. Me lo explicó con unos gráficos que dibujó en un anotador que le había regalado para el día del estudiante pasado. Para cuando había terminado me dejó de interesar.

También leí una noticia sobre que habían matado a una mujer de cuarenta y tres años en Rosario, después de que tuvo “sexo sin consentimiento”. La sociedad está mal, y estoy bastante convencida de que en gran parte es, porque los medios están mal. No debería existir en el vocabulario tal cosa como “sexo sin consentimiento”, es insano. Es violación. Existe el sexo y la violación. Decirlo de otra manera hace parecer que son dos hechos relacionados. “Caer con estilo” solo existe en Disney, en la vida real o estas volando o te la estás por dar contra el piso.

En el subte me llamó Alejandra. Se cortó por la falta de señal. No escuché nada.

Cuando llegué al departamento me tuve que tirar al piso porque Milo se me abalanzó. Después de la rutina de besos y patas sobre mi estómago me dejó levantarme sólo para servirle agua. Después me empujó para abajo de nuevo.

No estaba bien ahí acostada sobre la cerámica, faltaba algo. Faltaba olor a perro, faltaba mugre. Miré para el costado. No había nada. Todo limpio. Nada.

Llamé a Alejandra y mientras me fijé en la heladera si había algo nuevo. Pero no, también estaba limpia.

Si mi tía hubiera venido la heladera hubiese estado llena, en vez de eso, tenía el ají rojo de hacía dos días y el medio limón de hacía tres.

Me atendió el contestador automático y colgué. No me gusta hablar con máquinas en horario no laboral. (No es que me guste hacerlo en algún momento del día, pero si me pagan no es tan terrible).

Le di de comer Milo, que estaba olfateándome más de lo normal. -“¿Y si hay alguien en el placard?”- Así, como en las películas. Pensé que alguien podía estar escondido en algún lugar recóndito de mis cincuenta metros cuadrados. Debajo de la cama quizás, en algún lado. Esperando a que me vaya a dormir para matar a mi perro y después de obligarme a ver esa tragedia me practicaba sexo sin consentimiento.

Eso iba a decir en el diario.

«Tragedia en Villa Crespo: Mataron a su perro y tuvo sexo sin consentimiento»

No podía permitir que eso pasara, ni que maten a Milo ni que sigan esquivando violaciones.

Para cuando me di cuenta de que era solo paranoia ya era tarde. Entonces ya estaba convencida de que alguien estaba en mi casa y estaba esperando a poder ponerme en el noticiero de mañana.

Grité porque tenía miedo y agarré la escoba (en realidad sólo agarré el palo porque la escoba, propiamente dicha, se salió antes de que termine de levantarla).

Antes de entrar a mí cuarto revolví el aire con el palo y repetí el movimiento debajo de la cama. En serio estaba esperando golpear a algo. (Alguien).

Me paré en frente del armario. Vi como un dvd frenético de mi vida me pasaba los ojos.

En algún momento me gustó el rosa y odié la zanahoria.

A los cinco años casi me ahogo en Córdoba y a los nueve me caí de un árbol y me quebré la pierna izquierda ¿o la derecha?

A los catorce me gustaba maquillarme mucho.

A los diecinueve peleé con mi mamá por última vez.

El dvd dejó de andar.

Mi armario tiene puertas corredizas, sólo corrí unos centímetros una de las dos tapas. Suficiente espacio como para que entre el palo, demasiado poco espacio como para que si llegara a punzar algo (alguien) yo pudiera salir con Milo corriendo antes de que lo-que-sea pudiera salir de ahí.

Grité fuertísimo, para que mis vecinos estén avisados, antes de apuñalar a la primera campera.

Respiré hondo antes de hacerlo de nuevo. Esa vez fue una camisa de jean la muerta.

Nada. No había nada. Menos aire.

Ya no había aire ni razón por la que pensar que alguna vez hubo alguien abajo de la cama o adentro del armario.

Ya no había motivos para tener miedo, pero tenía más miedo que nunca.

Saqué a pasear a Milo, y la calle me pareció un mejor lugar. Uno más seguro. Me encontré con el portero en la esquina, me preguntó si estaba bien porque había escuchado un grito y que creyó que era de mi departamento. Le dije que sí, que estaba bien pero que había que fumigar. Había visto a una cucaracha.

Mientras que juntaba la caca en una bolsita pensé en eso. En mierda. Mierda. El portero me escuchó y no me pasó a ver de inmediato. Podría estar muerta si hubiera habido alguien en mi casa. Al portero le hubiera gustado hablar delante de las cámaras diciendo lo buena vecina que era. –“Despistada, pero muy amable la chica del quinto”-

Amable vos, ser asqueroso, que pensaste que me pudo haber pasado algo y no tuviste la gracia de tocar la puerta de mi departamento.

Nunca más le presto un rollo de papel higiénico, pensé y nunca más lo hice.

Cuando volvimos me dio miedo la ducha y las manos que podían salir por el inodoro. Así que me fui a dormir sucia y con muchas ganas de hacer pis.

Acaricié a Milo en la cama y pensé que quizás crecer era un poco entender que no somos tan importantes como nos gustaría.

Por ahí esa noche necesitaba que alguien me invente monstruos para obligarme a dormir temprano. O ese cinismo que tienen los padres que les gusta hacernos sentir terror para poder tener una excusa de robarnos unos abrazos.

Por ahí crecer era entender que el portero tiene dos hijas chicas por las que preocuparse antes que por mí, una piba de veintiún años que viviendo en un quinto piso cree fehacientemente en la posibilidad de que un tipo de dos metros y lleno de pelos se esté escondiendo en el placard, inclusive después de revisar que no había ni siquiera un pelo ajeno en la ropa.

Aprender a controlar lo que pensamos era el reto. No poder entender de dónde sacamos los miedos, el duelo.

El martes pasado no pude dormir porque sentí que alguien me miraba cada vez que cerraba los ojos.

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