La suerte de los corderos

La suerte de los corderos

Daniel Santi

05/05/2019

Al derrumbarse sobre la acera se percató de que los tobillos de la mujer eran delgados y de que lucían, a todas luces, frágiles. También que los dedos de sus pies eran puntiagudos, parecidos a los dedos de una rata, o musaraña, largos, firmes y huesudos. Estos asomaban por unos pequeños agujeros en la punta de sus zapatos.

Se golpeó la cabeza contra la acera y vio los zapatos y los dedos largos como dedos de rata.

Su cabeza dio de costado contra el suelo.

Una vez ahí, agradeció el contratiempo, pues sabía que un hombre golpeado y sangrando genera un sentimiento de dulzura en toda mujer, y a la mujer a su lado, la tristeza misma, le restaba un pequeño empujón para llegar a ser la dulzura absoluta.

De costado vio sus tobillos con forma de damascos pequeños y los dedos de rata asomados por los diminutos agujeros de sus zapatos.

Desde aquella perspectiva, el contorno de sus nalgas se asomaba con timidez. Por otro lado, sus ojos lucían rígidos y fríos.

Por momentos se sintió ridículo.

Por otros, un héroe caído en batalla.

-Levántate -dijo la mujer.

Él sangraba por una de sus orejas.

-¡Vamos, que no tenemos toda la noche! –replicó.

Se puso de pie con dificultad. Una vez arriba, metió su mano al interior de su saco y sacó un cigarrillo, el que se apresuró a encender.

La mujer le observaba con diligencia.

Él dijo algo ininteligible, y la mujer algo irrisorio, y luego de dos bocanadas de humo, subieron a un automóvil que estaba aparcado a no más de diez metros y emprendieron rumbo hacia el oeste.

Los primeros diez minutos transcurrieron en completo silencio. La mujer observaba las luces que se deslizaban en el valle y en las zonas altas de las colinas. Él sostenía el cigarrillo en su boca y mantenía la mirada fija en el camino.

-Amo la ciudad por las noches –dijo la mujer.

No hubo respuesta.

-¿Hay algo que tú ames?

La voz de la mujer resonaba en las entrañas de él de tal forma que estremecía su pulso y su concentración. Ya no podía ser él mismo, y menos otro cualquiera, así que decidió abrir la ventana y dejar que un poco de aire frío le devolviese las sensaciones a su cuerpo externo.

Por más que intentaba no lograba desviar el flujo de su pensamiento; pensaba en la mutación de la ciudad y en las luces nocturnas que todo lo distorsionaban. Pensó en haces y estrellas y en leds, en pancartas, en la oscuridad, en la lluvia del día anterior y en la ola de frío que caía sobre Santiago.

Pero sin más, condujo velozmente por calle Bellavista hasta dar con calle Pío Nono. En aquella esquina giró bruscamente hacia el sur.

La mujer le observó extrañada.

De su cien derecha aún brotaba un pequeño hilo de sangre. La mujer se apresuró a limpiarle el rostro con un pañuelo que llevaba al interior de su bolso. Para su sorpresa, él no opuso resistencia. Ante tal rendición, la mujer de adelantó y acercó su mano izquierda hasta el pantalón de él, abriendo la bragueta, metiendo su mano y acariciando sus testículos con suavidad.

Pensó en la suerte de algunos malditos, en la suerte de aquellos que poseían mujeres hermosas como la que tenía a su lado en aquel momento, en la suerte de los bastardos con dinero y gracia y penes gigantescos como penes de alce.

Luego pensó en las luces de la gran avenida, en las aceras iluminadas y en las sombras contundentes de algunos pasajes.

Intentó esgrimir algunas palabras, pero únicamente balbuceaba, pero no de excitación, sino más bien de locura contenida, pues la mano en sus testículos ya comenzaba a esfumar las luces, y, por vuelta de rosca, encendía otras luces en un lugar oscuro de su mente.

Por momentos perdió la consciencia, o más bien se refugió en una zona perdida de su mente.

Su extravío era tal que por poco atropelló a un par de chicas que cruzaban en la esquina de Vicuña Mackenna e Irarrázaval. Las chicas se voltearon y lo insultaron. Una risa encantadora se asomó en la periferia de su visión.

Luego la mujer retiró su mano y la acercó a su boca; palpó sus labios.

-Estoy harta –dijo con suma calma.

El rostro de él no delató ni sonrisa ni pena ni apuro.

La mujer alejó la vista y espero paciente a que él detuviera el auto.

Demoró no más de un minuto en aparcar.

Ambos descendieron en silencio.

Ingresaron al hall de un edificio, él por delante, y fueron directo al ascensor.

Cuando descendieron en el décimo piso, la mujer ya no podía más, sentía ganas de vomitar, de romperlo todo, de correr hasta el balcón más cercano y arrojarse al vacío, total nadie la extrañaría, y por supuesto él no. Pero una vez fuera, él la cogió de la mano con una dulzura impensada y la condujo hasta el apartamento 1008.

El apartamento era bastante amplio. Una gran vista se dibujaba por detrás del ventanal.

Al traspasar el umbral, la mujer se dirigió directamente hacia dicho ventanal, desde donde observó con atención la noche oscura. Él, por su parte, se dirigió sin chistar hacia la cocina.

Los pasos desde umbral de la puerta de entrada hasta la cocina eran seis, o tal vez ocho si su estado era lamentable o simplemente cansino; cargados de dramatismo pues la mujer justo frente a él le distorsionaba la percepción, y mantener la vista por delante y por detrás resultaba una tarea ardua en dichas condiciones. Pero ya en la cocina desnudó su conciencia, prendió un cigarrillo y organizó su discurso; no quedaba otra cosa por hacer.

Quiso ser espontáneo o simplemente poético, pero las palabras no eran su fuerte. Había pasado gran parte de su vida en completa soledad debido a este defecto. Recordó una noche de tristeza absoluta, y recordó también todos los días de su extraña existencia. Un hombre jamás construye un universo funcional únicamente con sus manos, pensó. Él sabía que necesitaba de su cabeza y de algo más que pasaba desapercibido para el común de los corderos.

Supo en todo momento que la confrontación con lo más sagrado era el punto álgido de la desgracia. Por lo consiguiente, se estremeció presa de un frenesí extraño y bebió otro trago antes de arrojarse al vacío.

Se imaginó que la entrepierna de la mujer olía a pescado.

En un arranque extraño, se quitó los pantalones y la camisa con la agilidad de un escapista. Luego la ropa interior. Permaneció desnudo por algunos minutos, así, en bolas, en medio de su cocina, con la verga cayendo como un gusano muerto y con botella en mano. Extrañamente no se sintió ridículo. Es más, se sintió bravo y poderoso, como un rey desnudo habitando su propio castillo con su cetro a la vista de todos. Pensó en salir al estilo de una bestia acorralada en lo profundo de su cueva, con una fuerza avasalladora y devorando todo a su paso. Respiró profundo.

-No hay nada certero, sólo te queda seguir adelante –dijo la mujer a la vez que asomaba por la puerta.

Él la miró con extrañeza.

-Ya lo has oído.

Era incapaz de decir lo que fuese.

Permanecieron en silencio por un momento que a él le pareció eterno.

Acto seguido, la mujer le dijo que deseaba retirarse. También que hubo peores, amantes torpes y violentos, desesperados del amor, ahogados en la propia desdicha.

Él dio media vuelta y se acercó al refrigerador. Abrió la puerta de éste y permaneció estático ante el frío. Ahora estaba completamente a merced de ella, vulnerable, entregado por completo. Y todo por nada.

Veinte minutos después, la mujer observaba las luces de la misma avenida que habían cruzado minutos antes. Él, por su parte, no observaba nada en absoluto, únicamente se retorcía por dentro. Era incapaz de esbozar palabra alguna. Observaba la nada, su cobardía inevitable, la silueta de la mujer que se desplazaba lentamente en el rabillo del ojo.

Para él, en aquel momento, Santiago era una masa uniforme de luces y ruidos, una mancha negra que se desplazaba a una velocidad exorbitante junto a su automóvil. Para él, aquella noche era insoportable.

Se detuvo de improviso. La mujer le observó con curiosidad.

-¿Qué sucede? –dijo la mujer.

Él la miró fijo. Acto seguido miró hacia el exterior.

-No comprendo –dijo la mujer.

Él levantó las cejas.

La mujer giró la cabeza y observó por la ventana. Más allá de la puerta se extendía una sombra inescrutable cuya superficie era ilegible. Únicamente a lo lejos un par de farolas iluminaban el camino. Muy por debajo, el río Mapocho resonaba con el golpe incesante de sus aguas.

-Estamos a mitad del cerro –dijo la mujer.

Él seguía en silencio.

-Estás loco.

La mirada de él resultaba inquisidora.

-Llévame a mi casa –dijo la mujer.

En cosa de segundos, él se quitó el cinturón de seguridad, abrió la puerta, rodeó el automóvil y abrió la puerta del copiloto. Con fuerza la sujetó del brazo y la jaló hacia el exterior. La mujer pataleó e intentó aferrarse a la puerta, pero su resistencia fue insuficiente. Al soltarse, se precipitó contra el pavimento. Él con paso seguro retornó a su asiento y aceleró sin más.

La mujer vio como las luces rojas del automóvil se alejaban y desaparecían en una penumbra que parecía crecer a cada segundo. Una brisa gélida que provenía desde el río comenzaba a congelar sus pies. Entonces los observó, a sus pequeños dedos de rata o musaraña, y le parecieron más bien dedos de lagartija. No pudo evitar reír, sola, sumergida a mitad de una oscuridad abismal.

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