1

Conducía por las carreteras largas, flanqueadas por campos extensos de cereales, el trigo y la cebada segados, las alpacas de centeno como murallas de piedra de gran altura, olivos que parecían soldados vigilantes en fila y ordenados, encinas solitarias y fuertes entre los caminos de tierra que evocaban bocas abiertas, ojos esperando, olas altas rompiendo en la arena. Era tarde, empezaba a anochecer.

Las había recorrido cientos de veces, cientos de tardes después de todo, desde el atardecer hasta que se hacía de noche y seguía conduciendo por aquellas carreteras tan largas como patrias, iluminadas por la luz restante del cielo. Más tarde por la luz de la luna que iba creciendo, que empezaría a ocultarse con el paso de los días.

De noche, a oscuras, conduciendo por aquellas carreteras que conocía tan bien, apagaba las luces. Antes se había detenido, había parado el motor y escuchado los sonidos del viento, del campo y los animales, los jabalíes que buscaban los rastros y caminos de vuelta o huida, los búhos que querían volver a volar, que acechaban esperando a cruzar tranquilos, murciélagos persiguiendo mosquitos y volando como locos sin rumbo. También él era parte de todo aquello, todo envuelto de negro, desde las estrellas a la tierra que observaba y podía tocar. Bajándose del coche buscaba de nuevo aquellas hormigas de cabeza grande, veía los senderos que hacían caminando, veía sus sombras proyectarse, las pequeñas sombras de las hormigas negras sobre el suelo: era la luna que desde arriba iluminaba todo como una caricia. Volvía al coche, aceleraba y apagaba las luces, se dejaba guiar por la misma luz que cuidaba a todos. Eran sus carreteras, sus patrias. Partían la superficie de la tierra y los campos, estableciendo dos lados. Recorría quilómetros, cientos, largos. Entrando cada vez más en la noche.

Cuando veía venir a lo lejos otro coche con el que se cruzaría aminoraba la velocidad y se echaba a un lado, a un camino de tierra de los muchos que vertebraban todos aquellos campos por dentro y conocía tan bien, caminos sin nombre y sin rastro en los mapas, que salían o entraban y llegaban a las carreteras de asfalto y alquitrán negras. Muchas de ellas estaban sucias de tierra, llevada desde los caminos por los tractores, por los animales, por los hombres y mujeres del campo que trabajaban desde el amanecer hasta que se agotaba la luz. Allí, detenido, a un lado, veía pasar al coche con las luces encendidas, a veces incluso lograba ver a las personas que iban dentro, el conductor que miraba al frente atento. Otras el coche venía por detrás, parecía perseguirle iluminando toda la carretera, entonces se apartaba, como siempre, sin prisa, y esperaba a que se alejase de nuevo, hasta perderlo de vista. Luego él volvía a salir, se marchaba.

2

Ella lo único que quería era llegar a casa y quitarse la ropa que le apretaba desde por la mañana, quedarse sólo con el camisón blanco y ancho hasta los muslos. Prepararse luego la cena y salir a la terraza a tomar el postre: una rodaja grande de sandía sobre la mesa de piedra, morderla y jugar con las pepitas negras: lanzarlas desde la boca con fuerza a la tierra y esperar a que creciesen algunas matas de sandía como cada año. En el coche, de camino a casa, decidió que haría algo de cena antes, compraría las verduras que hubiese de oferta en el supermercado que le quedaba de camino. Tenía tanto tiempo aquella tarde que incluso, pensó, se quedaría hablando más de lo común con la cajera que era tan amable con ella.

Cogió el desvío de siempre, alejándose de la ciudad, dejando atrás cientos de coches, de carreteras y de calles con cientos de nombres en sus letreros. Al atardecer el sol caía y las sombras de los edificios se alargaban cada vez más. Detuvo el coche en el aparcamiento del supermercado cuando ya era de noche, allí compró unos pimientos y dos cebollas: tuvo entonces claro que haría aquellas dos verduras a la plancha con un poco de canela por encima y sal. La cajera le habló de sus hijos, del colegio y del viaje que harían todos juntos en las vacaciones de la semana siguiente: habían salido juntas para fumarse un cigarrillo y ella, antes de despedirse, le contó unas vacaciones que recordaba con cariño.

Entró en la carretera por la que siempre volvía, aunque ello le hiciese llegar un poco más tarde a casa. Estaba iluminada por las luces largas de su coche, donde la línea blanca resaltaba en el medio: continua y discontinua. Ensuciada en algunas partes por la tierra de los campos que atravesaba y otros habían echado fuera. A veces, si veía que no había nadie, se colocaba en el centro con cuidado, por encima del eje que la dividía en dos, observando cómo se iba acabando, cómo iba recorriendo los quilómetros hasta llegar a casa por aquel lugar tan bonito de noche, sobre todo cuando brillaba la luna a lo lejos. También pasaba por allí de día a veces, porque no siempre le daba tiempo a conducir por la carretera para llegar a la ciudad, entonces iba por su lado, a la derecha: el tráfico era mayor y todo se veía con más nitidez y claridad: podía ver hasta el final de los campos: llanos y extensos como océanos que sólo empezaban a desaparecer donde se curvaba la tierra.

Aquella noche se detuvo hacia la mitad de la carretera: nunca, pensó, había tenido tanto tiempo como aquel anochecer. Lo hizo entrando por un camino de tierra que atravesaba un olivar y donde destacaba una encina enorme que parecía un paraguas abierto de color verde oscuro. Apagó el coche, se bajó y escuchó el silencio: el viento apenas movía los árboles, sí las pequeñas retamas del suelo: pensó en la cena que le esperaba en casa e imaginó plantas de sandía por todas esas tierras, imaginó miles y miles de sandías redondas por todos lados, directas al sol, llenas de agua roja y dulce, repletas de pipas negras.

Al volver al coche se olvidó de encender las luces al arrancar. Miró hacia un lado por si venía alguien por la carretera y cuando se dio cuenta de que apenas veía siguió así: empezó a sentirse parte de todo aquello, como si nadie pudiera saber que estaba allí, entre aquellos campos desconocidos. Siguió así varios quilómetros, a tientas y con cuidado, sin querer hacer ruido al acelerar, observando a escondidas aquellos alrededores que eran iluminados únicamente desde arriba. La línea blanca del medio brillaba sola, era su guía, iluminada por la luna que empezaría a ocultarse cada vez más. Cuando vio venir un coche a lo lejos volvió a encender las luces, se cruzaron y llegó a casa, donde después de recoger la mesa con los restos de la cena y la sandía se quedó dormida con el camisón recogido hasta el vientre, boca arriba.

Cero

El dos de septiembre del año pasado, cerca de la una de la madrugada, noche cerrada, oscura y sin luna, con la única tenue luz de las estrellas iluminando el suelo y las carreteras, dos coches se estrellaron en el medio de la más larga y recta de ellas, al este de la provincia. No quedó nada de los conductores, apenas cenizas. El fuego se extendió por el terreno más cercano e incendió una estructura enorme de alpacas. También una encina que se levantaba imponente y acabaría siendo sólo raíces. Desaparecieron los olivos, los campos de trigo, cebada y centeno, las madrigueras de los animales por dentro, que habían huido despavoridos como salvajes. Los habitantes de los dos pueblos más cercanos vieron el incendio desde lejos, era viernes, muchos estaban celebrando la llegada del fin de semana y esperando dos días más de diversión y calor, de poder estar en la calle hasta tarde. Algunos se acercaron a pie, otros con el coche hasta donde pudieron.

Yo fui uno de ellos. Vi a lo lejos, como muchos, lo que parecía una hoguera enorme y una humareda que se elevaba hasta el cielo oscuro. Me encaminé hacia allí guiado por el fuego: no estaba a más de quince minutos a pie atravesando un pequeño campo de almendros por un camino de tierra. Cuando llegué había mucha gente viendo qué había ocurrido, habían llegado los bomberos para apagar el incendio y sólo quedaba el amasijo de metal ennegrecido en medio de la carretera: parecía un abrazo. Las luces de los coches de policía iluminaban todo. Oí decir y advertir a los curiosos que no buscasen sangre porque se habría quemado, también que jurarían por Dios que los coches iban sin luces en el momento del accidente, porque la manecilla de hierro del control estaba en la posición de apagado en los dos coches. En los dos, repetían a los que escuchasen. Pero pensé que ellos no se habrían visto hasta estar el uno encima del otro, hasta el último momento, y que al final murieron abrazados como desconocidos. Me quedé esperando apartado hasta que todos se fueron y se llevaros los restos de los coches y los cuerpos. Contemplé la carretera que seguía hacia mi pueblo y al otro, cómo partía el campo en dos, cómo la línea blanca que apenas se veía estaba manchada e impregnada del asfalto que se había fundido. Sólo se escuchaba el crepitar de lo que quedaba por apagarse entre la tierra.

Volví a casa pensando que iría al día siguiente con mi bicicleta por aquella carretera, a recorrerla de inicio a fin: aunque todo estuviese quemado y negro, aunque todavía oliese a humo y a lumbre de leña. Parecía increíble que nunca hubiera prestado atención a aquel lugar, parecía mentira que aquella carretera tan larga hubiese estado siempre tan cerca.

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