Todos mis perros han muerto de forma trágica. Aunque jugara con ellos, les diera agua, comida y cariño, los sacara a pasear o les conversara, inevitablemente un día terminaba por encontrarlos atropellados, ahogados o envenenados.

Mi abuela me decía, con su modo directo y a veces despiadado de decir las cosas, que mientras la casa no estuviera bien cerrada se escaparían por cualquier parte y que era lo más normal del mundo, así decía, que fueran a parar bajo las ruedas de un auto, al fondo del canal o con su hocico sobre un trozo de pan lleno de veneno para ratas.

A mí me gustaba pensar que les pasaba todo eso porque tenían mala suerte o porque eran demasiado aventureros y que, al igual que los personajes de los cuentos, vivían una vida corta pero intensa, una vida en la que los momentos felices superaban a las tragedias.

Casi todos los perros que recuerdo tenían una vida antes de ser mis mascotas. Habían tenido otro dueño y, por supuesto, otro nombre. Estaba segura que si lograba dar con él o con uno que se le pareciera levantarían sus orejas y moverían la cola. Pero recuerdo, también, que nunca ocurrió eso y que, al final, terminábamos por darle un nombre tradicional y poco original al que tenían que acostumbrarse.

A varios los habían tratado mal en su otra vida. Lo sabía porque temblaban cuando me acercaba o se meaban al tomarlos en brazos. Más de alguno me lanzó un mordisco cuando intenté acariciarle el lomo o gimió al verme salir de casa. Yo intentaba hacerlos confiar en mí sin obligarlos ni presionarlos. Podía pasar horas con la mano estirada a la espera de que se atrevieran a olerla, haciéndome la que no les ponía atención. Hasta que un día en que tenía estirada la mano más por costumbre que por convicción, ellos comenzaban acariciarse en ella, primero su cabeza, una oreja, el cuello, el lomo, la cola. Esta ceremonia de reconocimiento terminaba cuando lamían mi mano. Ahí pasaban a ser mis mascotas, mis amigos, mis compañeros. El problema es que con esa lamida firmaban su sentencia de muerte.

Yo los cuidaba mucho, demasiado, me decía mi abuela, «tanto que los terminarás aburriendo». Pero no le hacía caso. Me gustaba confeccionarles sombreros y trajes de fiesta con papel y telas. Jugaba con ellos a la pelota y cuando se aburrían de recibirla en el hocico o de correr tras ella, los amarraba junto a su casa y continuaba lanzándosela aunque no se movieran. Yo lo pasaba muy bien, casi tan bien como las tardes que jugaba con mi padre antes de que dejara de llegar a la casa.

«Deja tranquilo a ese pobre animal», solía decirme mi abuela cuando me veía pasearlo en un coche por el corredor, envuelto en un pañal de tela que apenas lo dejaba moverse o respirar. Pero a mí me gustaba hacerlo mientras les cantaba canciones de cuna y les hablaba del futuro, de lo lindo que sería el futuro, de todas las cosas maravillosas que podríamos hacer juntos.

Casi siempre terminábamos esos paseos en el jardín, bajo la sombra del pino. Les daba agua en mamadera y cucharadas de alimento que antes de aterrizar en su hocico hacía volar por los aires. Cuando no querían comer o beber, les hablaba un poco más fuerte, pero si persistían en su negativa les golpeaba el hocico con la cuchara.

Al final de estos juegos, cada perro, sin excepción, corrió despavorido a su casa y me miró desde ahí con una mezcla de miedo y odio que solo había visto en los ojos de las personas.

«Solo son juegos», le dije una vez a mi abuela, «ellos saben que solo son juegos, yo les doy comida, agua y un techo y ellos tienen que aguantar, así es la vida». «¡Qué sabes tú de la vida niñita!», recuerdo que me dijo y yo me quedé en silencio. Era cierto, yo no sabía nada, pero me pareció normal repetir las palabras que un día, cuando aún vivíamos juntas, había escuchado decir a mi madre.

Cuando mamá iba a visitarme prefería quedarme en el jardín jugando con el perro de turno. Intentaba enseñarle a dar la mano, a sentarse cuando se lo dijera, a rodar dándole el ejemplo o a quedarse quieto. Si no me obedecían les gritaba o les daba un varillazo, si aprendían rápido, los acariciaba y les daba un granito de alimento como premio.

Hacía todo eso mientras mamá me miraba desde el corredor. Yo me daba cuenta que lo único que hacía era estar ahí mirando hacia delante, rascándose los brazos, moviendo su cuerpo de adelante hacia atrás, y pasándose una y otra vez la mano por la nariz. Una hora después, se ponía de pie, se acercaba a mí, me daba un beso en la cabeza y se iba.

«¿Por qué le haces eso a tu madre?», me preguntaba mi abuela, «¿por qué no estuviste aquí con ella?». «Porque tengo que entrenar a este perrito», le respondía, «no quiero que termine como los anteriores, quiero que esté conmigo para siempre». «Pero tu mamá también quería estar contigo; ya sabes que solo puede venir una vez al mes a verte y que después de lo de papá necesita tu cariño». «Lo único que sé», le decía yo, «es que este perrito necesita aprender trucos y sobre todo, que no puede lanzarse a la calle a lo loco o tirarse al agua ladrándole a su reflejo o meterse en el hocico cualquier mugre que encuentre por ahí».

Ella no lo entendía, pero para mí era importante. Yo quería un perro que me acompañara a salir, que me defendiera si lo necesitaba, que se diera cuenta cuando estuviera triste y me hiciera alguna gracia, que intuyera los peligros y ladrara para ponerme en alerta. No quería que después de todo el cariño y las enseñanzas que le daba terminara como los demás.

Pero era inevitable. Hiciera lo que hiciera, un día esos perritos que adoptaron su nombre a fuerza de costumbre, que superaron el miedo a sus dueños anteriores y que yo intentaba querer para no perderlos, salían corriendo por el centro del jardín de mi abuela, cruzaban la cerca a través de un orificio por el que apenas cabían, un agujero como los que cavan los prisioneros en las películas, atravesaban la calle sin mirar y un auto los aplastaba o vagaban durante días hasta cruzarse con un trozo de pan que no les causaba sospecha o resbalaban dentro del canal en un intento desesperado por beber agua.

En ese momento se iniciaba mi búsqueda. Empezaba recorriendo las calles más cercanas hasta cubrir todo el barrio. Cuando quería ir más lejos me acompañaba mi abuela, como solía hacerlo en el pasado cada vez que mi padre no llegaba a dormir. Le preguntaba a los vecinos o a la gente que pasaba por las calles. Cuando veía uno tirado en alguna esquina o portal, sentía un dolor agudo en el estómago. Nunca perdía la esperanza de encontrarlos con vida, pero, como ya he repetido demasiadas veces, era una esperanza sin fundamentos.

Encontré a varios en esas búsquedas. Todos muertos, tiesos. Muchos de ellos hinchados o a una o dos tardes de empezar a oler mal. Me los llevaba de vuelta a casa con la ayuda de mi abuela, ella sabía de eso, tuvo que hacer algo parecido la última vez que salió a buscar a mi padre.

Los velábamos en el salón, dentro de cajas de cartón. Me gustaba llevarles flores y rezar unos padres nuestros. Después de meter su collar, su arnés y el pañal con el que los envolvía, me los quedaba mirando, sin comprender realmente lo que sentía en ese momento, sin poder llorar por no volver a verlos, con tristeza sí, pero con la sensación de estar haciendo algo que había hecho demasiadas veces.

Los enterrábamos en el patio trasero. Después de una oración y unas palabras en su honor, cubríamos la caja con tierra y sobre el cúmulo que se formaba poníamos una cruz de madera. Prefiero la tierra al cemento. Me gusta la idea de que un día el pasto que saldrá de la tumba será una forma de que mi perro vuelva a la vida y no la eternidad sin retorno en la que pienso cada vez que visito a mi padre.

Después de cada funeral quedo muy cansada y convencida de que no volveré a tener nunca más una mascota. Pero suelen pasar las semanas e inevitablemente un día aparece un perro con una cinta de regalo atada al cuello en el centro del jardín. Yo le digo, le grito más bien, a mi abuela que no lo quiero, que no quiero hacerle daño, pero ella insiste y me dice que es bueno que tenga una mascota, que la necesito, que es una manera de crecer, de aprender a querer, de hacerse responsable, de superar los problemas. Yo le grito que eso es mentira, que no sirven para nada, que solo me han hecho sufrir. Se lo sigo gritando, incluso, a medida que me acercó a ese perrito que respira agitado y con la lengua afuera, hasta el instante en que se encuentran nuestras miradas y decido darle una oportunidad, con la certeza triste e irrevocable de que un día, haga lo que haga, al igual que todos los demás, se irá.

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