La estirpe del escorpión

La estirpe del escorpión

Nacho Nava Laiz

28/04/2019

El niño despertó confuso. Su primo dormía al otro lado de la cama. Tardó en percatarse de que estaban en la buhardilla de sus abuelos. No recordaba lo que había pasado durante la noche. Se sentía mareado y cansado. Habló a su primo, pero no consiguió escuchar sus propias palabras. No oía nada, ni el trasiego de los adultos en el piso de abajo ni el rechinar oxidado de muelles en el colchón. Miró por la ventana. Su oído ya no registraba sonidos: los dulzaineros que tocaban sus melodías tradicionales a San Cristóbal en medio de la calle, los cohetes que explotaban en una nube blanca, el aleteo de una mosca verde que golpeaba el cristal de la ventana… Se volvió a dormir, sumergido en las aguas de un sueño inquieto sin escuchar los pasos de su padre que entraba en el desván.

Siento algo extraño al acercarme a la cama donde los niños duermen. Deberían haberse levantado hace horas.

—Venga, Iván. Hay que marchar para León.

No contesta. Le agarro por su pijama de Spiderman y le zarandeo. Me enfado. Enrique, su primo, tampoco se inmuta.

—Venga, no me seáis zánganos. Que mañana empieza el colegio.

Al fin, Iván logra abrir los ojos. Dice que no se encuentra bien. Le pongo la mano en la frente. Está ardiendo. Suena débil y su respiración es pesada.

Dice que no oye nada.

Les grito. Me sale un gallo. El crío vuelve a cerrar los ojos. Su primo Enrique se agita pero tampoco responde. Miro a mi alrededor y entonces veo en la mesa del fondo los productos químicos que usa mi padre para sulfatar el huerto. Están las botellas descorchadas y el pulverizador con sus tapas abiertas, con el veneno empapando las vetas de la madera.

Me acerco con angustia y recojo todos los utensilios. Los meto dentro de la caja y lo guardo en la parte alta de la estantería, junto al resto de aparejos. Cojo un trapo de arpillera e intento secar el líquido de la mesa con saña, con rabia, con desesperación.

Regreso a la cama y tomo a Iván en brazos. Sacudo a Enrique, que se incorpora con los ojos cerrados. Tiro de ellos y me dirijo hacia las escaleras.

En la cocina, el olor familiar del café y las sopas de ajo se me agarra a los nervios. Paula está con mi madre, metiendo tuppers en bolsas. Se acerca con el ceño fruncido.

—No sé qué les pasa. Se han levantado así.

Paula toca la frente de nuestro hijo y le habla. Al principio, suave. Después, con terror.

—Dicen que no oyen. Que no escuchan nada.

Se acerca mi madre y les toca con el envés de la mano. Dice que quizá han cogido frío por la noche o que cenaron mucho. Yo me escondo las manos en carne viva por los químicos en los bolsillos del vaquero. Paula me saca del ensimismamiento para ordenarme que nos vayamos directos al hospital.

Mi padre está sentado en el sofá, en su lugar de siempre. Parece que ha ocupado ese sitio media vida, mientras pasaba la otra mitad en el campo. No ha dejado de soltar gilipolleces desde que bajé a los niños. Alguna chiquillada que hacía cuando le nombraron quinto. Todos hemos aprendido a ignorarle desde que nos dijeron que tenía el coágulo en el cerebro.

Paula está metiendo a los niños en el coche. Mi madre dice que por qué no les cambiamos, que cómo les vamos a llevar en pijama. Me encamino hacia la habitación para buscarles un chándal. Paula me detiene, me grita que hay que irse con prisa. Me lleva al coche a empujones. Me siento frente al volante con las manos temblorosas y antes de arrancar me percato de que mi padre está de pie frente al coche, con su bastón y su boina, impidiendo que nos vayamos.

Dice que quiere venir con nosotros. Que yo no sé conducir, que no conozco la carretera. Mi madre dice que si él va, ella también. Paula me implora que nos vayamos, que no hay tiempo para esto. Tiene razón. Estoy paralizado.

Pula sale del coche rezongándome que cuándo tomaré la iniciativa de una puta vez en mi vida, y se acerca hasta él. Le pone una mano en el hombro e intenta razonar. Mi padre la agarra por las muñecas y empieza a gritar que es muy tarde, que tenemos que limpiar la cuadra y a los mulos e irnos a trillar, que el sol está muy alto ya. Con paciencia, Paula va ganando terreno hasta la acera. Nuera y suegro entablan una danza ridícula, en medio de la calle, mientras los ojos de las vecinas vigilan desde los visillos. Cuando Paula consigue llegar a la acera, mi padre se tropieza y cae de bruces. Mi madre llega para ayudarle a incorporarse. Paula pide perdón. Mi madre dice que no pasa nada, que todo está bien. Pero Paula sigue pidiendo perdón, todo el rato, incluso cuando vuelve al coche.

Mientras arranco y doy marcha atrás, oigo a mi padre reír muy alto, y su eco nos acompaña un buen trecho.

El pueblo donde nací está a treinta kilómetros de León. Atravesamos a toda velocidad los campos secos que ya nadie trabaja. Recuerdo bajo el sonido ronco del motor las maldiciones de mi padre sobre la sequía. Insulta a los hoteles y las residencias de ancianos, lo único que parece brotar en esos terrenos. Mi padre hace años que ya no es el mismo, pero su voz aún vive en esas tierras.

Paula me recuerda que llame a mi hermano. Busco en el navegador del coche su número.

—Senén, no te asustes, pero vamos camino del hospital. Los niños tienen fiebre y se han levantado desorientados. No oyen nada.

Senén guarda silencio. Le dice algo a su mujer. Me contesta con palabras parcas, que nos vemos allí.

Llegamos a la rotonda de entrada a la ciudad. Cientos de coches ronronean a nuestro alrededor, rellenos de familias que hablan, que gritan, desesperados por volver a sus apartamentos lejos de las amplitudes abismales del campo.

Miro por el retrovisor a Iván. Grita “aaaaaaa”, y se da golpecitos en la oreja. Con expresión desesperada, niega con la cabeza y vuelve a intentarlo. Golpea el cristal de la ventanilla con los nudillos, cada vez más fuerte. Tranquilo, le dice Paula, alargándole una mano desde el asiento del copiloto. Iván se detiene y apoya su cabeza en el hombro de su primo Enrique.

Cierra los ojos y vuelve a empezar con monotonía: “aaaaaaa”.

Llevamos cuatro horas en esta sala de espera atestada de viejos temerosos a la muerte. No sabemos nada de los niños. Apenas puedo reprimir estas ganas horribles de volver a fumar. Me estoy muriendo por un cigarro cuando por megafonía una voz metálica anuncia: padres de Iván Llamazares. Dentro nos atienden dos médicos. Nos dicen que no encuentran explicación para lo que les ha pasado a Iván y a Enrique. Tienen fiebre muy alta y unas muestras avanzadas de hipoacusia. Les han hecho una analítica y les van a tener en observación. Aún no les podemos ver.

Regresamos a la sala de espera y Paula parece que va a consumirse de ansiedad cuando llegan Senén y Sonia. Preguntan qué ha pasado. Paula les pone al día, pero un sollozo la detiene cuando les cuenta que los médicos no saben nada.

Senén la ignora, siempre lo ha hecho, solo me mira a mí. Comienza una retahíla de reprobación, de las de hermano mayor, que no se puede dejar a los niños solos por el pueblo. Que papá y mamá están muy mayores, sobre todo papá, que no es compañía para unos niños de diez años. Sonia está muda como una momia, pero una lágrima brilla en su mejilla. La medicación le impide sentir con intensidad.

Senén sigue, me dice que toda la culpa es mía, con ese apego malsano al pueblo. Que si me creo que me voy a llevar la casa por la cara, que es de los dos, que incluso se la merece él más, que cuidó de ellos mientras yo hacía mi vida de cineasta en Madrid. Que nuestro padre debía estar en una residencia y cuidarle alguien y no mamá, que no está en condiciones. Que soy un inconsciente y que lo he sido toda la vida.

Yo solo miro las baldosas brillantes del suelo.

Y Paula estalla. Nos manda a tomar por culo. Nos dice que no podemos mantener nuestras rencillas a raya ni siquiera cuando nuestros hijos están en el hospital. Y que yo, Froilán, soy el peor. Sonia la abraza, la consuela, con su voz robótica. Le habla con toda la dulzura que puede y se la lleva a la cafetería. Dice que allí estarán más tranquilas. No nos miran cuando se van. Senén se sienta con el rostro inexpresivo.

Salgo al exterior. Quizá me sintiera mejor con un abrazo de Paula. Pero no lo merezco. Me voy detrás del hospital, y me siento en el pavimento, con la espalda contra la desconchada pared. Me asalta la imagen de los productos tóxicos de mi padre al lado de la cama de los niños. Aprieto los ojos para borrarla. Me muero por un cigarro. Un descampado seco y pedregoso lleno de basura se extiende ante mí. Me pregunto cómo he llegado a este momento de mi vida. Con 45 recién cumplidos, estoy cansado de todo, de no tener un soplo de buena suerte o de tranquilidad. Un pequeño mordisco satisfactorio que me haga sentir vivo. Me pregunto dónde estarán los pedazos que me faltan. Quizá se encuentren en ese descampado. O en algún punto de esa carretera.

Una carretera por la que huir.


Froilán fregaba los cacharros del desayuno junto a su madre. El sofá estaba vacío a su lado, con la silueta de su padre cincelada en el escay. Su madre le miraba con sorpresa. El reloj de la iglesia dio las doce del mediodía.

—Hay que ver las costumbres que has aprendido en Madrid. Vaya partidazo.

Froilán callaba mientras aclaraba los cacharros. Después, se secó las manos en un trapo azul.

—Tu padre está en el huerto. No llegará hasta la noche.

—Es que quería hablar con vosotros.

La mujer arrimó una silla junto al sofá y se sentó frente a su hijo, que ocupaba el sitio de su padre.

—He conocido a una chica, de aquí de León. Y nos vamos a casar.

— ¿Cuándo?

—En verano.

— ¿Tan pronto? ¿Pero tú estás seguro?

—Segurísimo.

Sin mediar palabras, la mujer se levantó de la silla y se dirigió hacia la despensa. Salió al rato con una cesta llena de tomates.

—¿Mamá?

Sin contestar, se acercó a la pila de mármol y se puso a cortar tomates. Tras unos instantes, habló.

— ¿Y Madrid?

—Me cansé ya de Madrid.

—Con lo que tuvimos que trabajar tu padre y yo para que te fueras…

—Ya encontraré algo.

Solo se escuchaba el chac, chac, del cuchillo.

—¿No te alegras?

La mujer se detuvo y miró fijamente a su hijo. Su expresión se crispó de terror. El cuchillo cayó al suelo con un redoble.

—Hijo, no te muevas. Tienes un bicho en el hombro.

Froilán vio por el rabillo del ojo un gran insecto. Movía sus ocho patas lentamente, adaptándose a la superficie de la camisa. Un aguijón le salía del abdomen.

—Es una araña escorpión. Hay que matarla.

Froilán sentía el sudor impregnándole la espalda, mientras su madre enrollaba un trapo y se acercaba lentamente a él. Entonces recordó a los mulos volverse locos y morir con su picadura.

—Espera, mamá. No hagas nada. Vamos a esperar a que se vaya.

—Pero, hijo, la ha cogido contigo. Te va a picar.

Una gota recorrió su mejilla. Notó al insecto en su cabeza y cómo se enterraba en su pelo. Posaba ya sus patas en el cuero cabelludo.

Froilán no se movía. Estaba aterrado.

—Es mejor no hacer nada.


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