A esas horas de la noche el puticlub estaba relativamente vacío. Alberto tendría que “trabajar” largas horas para obtener los datos que necesitaba. Se colocó en un taburete cerca de la entrada. Desde allí pudo observar como nuevas chicas iban incorporándose vestidas aún con ropa de calle. De pronto la vio entrar. Tuvo que cerrar los ojos y volver a mirar para cerciorarse de que era ella. Dió un salto en su taburete y se acercó hacia la entrada:

-¿Sonia?

Sonia al oír su nombre se paró en seco y se quedó mirando a aquel hombre. De media altura, con una larga melena negra y unos enormes ojos oscuros Sonia no se parecía a las otras chicas que entraban en el local, la mayoría altas y rubias. Durante varios eternos segundos, las dos personas , tío y sobrina, se miraron a los ojos con cara de espanto. Dios sabe en tan pocos segundos las sensaciones de asco, vergüenza, desolación que pasaron por las mentes de los dos. Por fin ella dijo:

-¿Qué haces aquí? ¡Qué vergüenza!

-Exactamente podría decir lo mismo ¿Qué haces aquí?, preguntó a su vez Alberto

Sonia no contestó y entró en una habitación

Alberto se consideraba empresario aunque vivió siempre de los negocios de su padre. Cuando su padre murió heredó varios locales y alquileres que le daban para vivir bien y poner negocios. Su hermano Juan, el padre de Sonia, fue acusado por su padre de una gestión negligente que produjo la ruina del negocio familiar. Se quedó primero en paro y después sin herencia.

Alberto esa noche había decidido ir a hacer un “estudio de mercado” a uno de los puticlubs que había en su ciudad. Estaba pensando en poner uno nuevo pero necesitaba datos.

Sonia entró en el local. Pasó junto a su tío pero ni le miró. Se sentó en una esquina. Cabeza escondida entre los brazos. Brazos apoyados en las rodillas.

El puticlub estaba ya animado. Se encendieron luces de neón rosas con formas de mujeres voluptuosas. Y un gran cartel que decía: ¡Disfruta. Te lo mereces! Era un escenario absurdo, casi teatral, en el que se podían observar muchas actitudes grotescas y humillantes. Pero era un pacto. Un pacto indigno que se pierde en la noche de los tiempos. Algunos hombres, en una especie de farsa ridícula, simulaban ligar con la chicas. Como si las quisieran convencer de que se acostaran con ellos. Lo más llamativo eran los grupos de veinteañeros. Parecían estar de juerga. Reían y jaleaban. Iban siempre en grupo de una chica a otra. Parece que les faltara el valor de quedarse a solas con alguna de las chicas.

Sonia se levantó y se acercó a su tío:

-Por favor, tío. No puedo trabajar mientras estás tu aquí

-¿Trabajar? ¿Cómo has llegado a caer tan bajo Sonia?

Sonia se quedó unos segundos callada. Por un momento estuvo a punto de empezar a llorar. Por fin respondió:

-Mira tu no eres nadie para darme ninguna lección. Te pedí una vez ayuda cuando mi padre se quedó sin nada y me la negaste. Me dijiste que me dejara de estudios y de tanta tontería y que buscara trabajo. Pues aquí estoy.

-Podías haber buscado un trabajo más digno.

Sofía estalló:

-Tu no puedes darme ninguna lección. Engañaste al abuelo acusando a mi padre de ser el culpable de la ruina de la empresa. Y de que robó dinero. Era mentira. Lo único que querías es quedarte con todo. Y lo conseguiste mintiendo, siempre mintiendo. Eres un sinvergüenza.

El encargado del bar le preguntó a Sonia si todo iba bien. Sofía le tranquilizó:

-No pasa nada. Es un viejo conocido. Ya se va.

Alberto continuó con su sermón:

-Sonia somos una familia de prestigio en la ciudad. ¿Y si alguien te reconoce?

Sonia quiso acabar la tensa conversación:

-Mira tío la decisión de trabajar aquí ha sido la más difícil de mi vida, pero es la única solución que encontré para que no nos embargaran la casa, pagar deudas, acabar mis estudios y prepararme unas oposiciones. En cuanto las apruebe dejo esta mierda y a todos estos tíos asquerosos, como tú, que vienen aquí. Adiós.

Alberto, pensó que no era el momento de explicarle a Sonia la razón por la estaba allí. Pagó su consumición y salió a la calle. Mientras hacía cálculos de la caja que esa noche haría el puticlub, cruzaba un oscuro descampado que había hasta donde había aparcado el coche. Llegó a la conclusión de que era un buen negocio. De repente, entre la oscuridad, surgió una voz:

-Oiga, ¿tiene fuego?

Alberto miró al tipo que se le acercaba. Le vió buena pinta. Chaqueta, bien peinado. Mientras buscaba el encendedor, notó que el hombre se le acercó demasiado. De pronto, notó un objeto punzante en su barriga. Era un cuchillo. Alberto intentó dar un paso hacia atrás pero el tipo lo agarró del cuello, miró en todas direcciones y le clavó el cuchillo dos veces. En el hígado y en el tórax. Se dobló hacia delante y en dos segundos cayó de bruces. El chorizo abrió la chaqueta de Alberto, cogió la cartera, le quitó el reloj y salió corriendo perdiéndose en la oscuridad. Alberto intentó levantarse pero la gravedad de las heridas y su obesidad se lo impidieron. Hizo un último esfuerzo y se arrastró hacia la calle cercana por la que pasaba un coche de vez en cuando. A unos metros de la calle se detuvo horrorizado. Se bajó la ventanilla trasera de un coche. Alberto pudo reconocer claramente a su hermano Juan. Su única familia y su heredero. No le dió tiempo de pedirle ayuda. El coche arrancó y se perdió en la neblina del final de la calle.

Uno de los grupos de veinteañeros encontró al amanecer el cadáver de Alberto entre un charco de sangre. A unos metros, su cartera sin dinero. El crimen fue atribuido a uno de los muchos ladrones navajeros que pululaban por la zona. Nunca se resolvió

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