Nosotros, los que inventamos el canto, tenemos las marcas de la mina en las manos y el fastidio del sol bajo el sombrero. Por acá la tierra se secó desde hace mucho, así que pa’ donde se quiera echar la vista, no hay más que un árido inagotable.

Casi todos nacimos aquí. Nuestros padres llegaron desde todas partes arrastrados por las olas feroces de una revolución que jamás hizo justicia, algunos huían de la muerte, otros buscaban dónde morir, otros tantos se perdieron aquélla noche en que todas las brújulas del mundo se desorientaron. Muchos aprendieron a encontrar metales, otros a hervir los tallos de la candelilla para extraer cera, otros más a dejar de soñar.

Dos tragos de sotol bastan para afinar la garganta, tres más para llamar al alma que, poco a poco, regresa a nuestros cuerpos desvencijados y flacos, después de haber sobrevivido al trajín del sol a sol y a un estómago medio vacío. Antes de despedir el día encendemos una fogata que quita sombra al desconsuelo y pone esperanzas en un cielo lejano para que de mil en mil, encienda las estrellas más bonitas del mundo. Entonces, como un milagro triste emerge la verdad –nuestra verdad– haciéndose canto desgarrador que se extiende más allá de los confines del desierto duranguense, igual que hace un milenario cacto cardenche , cuyas espinas entran fácil por la piel, pero causan más dolor al salir.

Así es nuestro canto, tristemente vivo pero profundamente vivo, como nuestras jornadas cansadas, tormentoso pero incomparablemente libre, como el amor. Hasta donde llega el aire resuena una canción a cinco voces con la que, vivos o muertos, nos hacemos presentes en el mundo, antes de que amanezca otra vez para volver a arar la tierra infértil, a malbaratar al usurero, a alimentar a las cabras más que a nuestras propias bocas por purita compasión.

Esos somos, nosotros, los que de dolor cantamos, porque llorar no sabemos.

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