Su alma naufragó hace tiempo… En varias oportunidades quisieron ayudarlo, pero es bien sabido que las intenciones no son suficientes. El Capitán Mollusque, así lo llamaban, poseía un estilo inusual. Su noción del tiempo estaba invertida: «contrario a lo que se cree, el pasado está por delante»[1]; y su intuición sobre el espacio no era menos extraña…

Por las mañanas, desayunaba un almuerzo o más bien una cena: cortaba una cebolla mediana en pequeñísimas partes y le sumaba dos cabezas de ajo enteras. Según él, el ajo así dispuesto perfumaba ininterrumpidamente el plato y otras cosas… Hervía los tomates y luego de enfriarlos, les quitaba la piel con mucho cuidado. Con ella hacía un puré. Él decía que al ingerir la piel del tomate aumentaba su fuerza y su longevidad. Una vez en la sartén, después de dorar las cebollas, colocaba las pieles trituradas y vertía en ella un pocillo de agua tibia. Mientras el tuco se hacía a fuego lento, le agregaba sal, pimienta y albahaca. Solía acompañar la salsa con tallarines. Cuando estaba de buen humor, lo hacía con ravioles de verdura y pollo. En las tardes, bebía un malbec con un chocolate de yogurt de frutilla. Se lo veía por el muelle alrededor de las nueve de la noche. Siempre calmo, fumando en su pipa de metal.

La oficina del Capitán Mollusque estaba en un parque, el Parque Genovesa. Ahí, atendía a todos sus clientes, en su mayoría, representantes de empresas reconocidas de la ciudad. Ni bien llegaba al lugar, el Capitán elegía un árbol y se tumbaba en él. De inmediato, sacaba de su mochila una tabla de 35 x 23 cm y al agitarla con su mano derecha, le salían unas finas extremidades que se alargaban buscando dónde apoyarse. Parecía una araña robótica como esa que aparece en un episodio de Jonny Quest. Pero no… sólo era una mesa con capacidad de adaptación espacial.

Lo más llamativo de Mollusque era su trabajo. El clima había empeorado, se había vuelto un caos in situ. La tecnología del siglo XXII había quedado obsoleta y tampoco servía el antiguo barómetro. Entonces, los empresarios pesqueros y los navegantes contrataban a C.M., no sólo para saber si habría o no buena pesca, sino también para informarse sobre las fuertes tormentas que solían impedir la navegación. Sin dejar de ser eficaces, sus métodos eran tan insólitos como él.

Se decía en Bahía Artus que el Capitán había hecho un pacto con Poseidón, el rey de los mares, al entregar su único hijo a las fauces del océano. Ese sacrificio le permitía acceder a varios secretos de su reino.

Su embarcación tan modesta y rústica, una balsa de madera, lo aguardaba casi todas las noches en una casilla ubicada en el puerto. Ni bien salía del muelle, el Capitán izaba la vela compuesta de telas viejas cocidas a mano. El dueño del astillero Lafér intentó regalarle un barco moderno, Mollusque lo rechazó. Él navegaba así. El viento y la marea lo llevaban hacia aquel lugar… hacia aquel orificio alejado de la costa. Distinto a un agujero azul, se formaba una especie de tubo de aire en el que apenas se podía entrar. Era un descenso vertical de 30 metros. No se necesitaba máscara ni tanque de oxigeno. Mollusque bajaba como un espeleólogo hacia el abismo, atado a su balsa que le hacía de tope.

Algunos bahienses dicen que C.M. descendía para conversar con los seres más oscuros del infierno, que emergían a su encuentro desde las insondables grietas. Eran las víctimas de la tempestad… sus cuerpos habían sido succionados luego de morir. El portal permanecía abierto durante una hora. Mollusque debía ser preciso con el tiempo y cuidadoso con las palabras. Si el diálogo era apacible, las aguas se mantenían calmas entre los vivos y los muertos.

Una noche, tal vez la última noche que se lo vio a Mollusque en el muelle, un estibador le preguntó qué sentía al hacer ese trayecto una y otra vez. Fijando su mirada en el horizonte, el Capitán le respondió con un pensamiento de Cioran:

Con frecuencia sueño con esos ermitaños de la Tebaida que se cavaban una tumba para derramar en ella sus lagrimas día y noche. Cuándo se les preguntaba cuál era el motivo de su aflicción, respondían que lloraban por su alma.

En la vaguedad del desierto, la tumba es un oasis, un lugar concreto y un apoyo. Se cava la tumba para tener un punto fijo en el espacio. Y se muere para no extraviarse.


Rodrigo Silva Pensado


[1] La concepción que C. M. tenía del tiempo derivó de los Aymaras. Cuando era niño, su padre solía contarle historias sobre aquel pueblo de los Andes.

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