Seis años y a la luna

Seis años y a la luna

Josué Mares

23/04/2019

Amanda, sentada en uno de los juegos del parque, miraba fijamente sus zapatos. Le quedan un poco grandes, pero le gustan mucho. Son rojos, brillantes y tienen unas lentejuelas doradas que hacen que parezca el calzado de una princesa. Siempre le han gustado las cosas que brillan; la hacen sentir feliz. Llevaba mucho rato así, abrazando sus rodillas con la mirada clavada en sus pies, lo que despertaba la curiosidad de los demás. Algunos no se conformaban con ser espectadores y se le acercaban. Su madre le había enseñado que no tenía que hablar con extraños, y le daba mucho miedo cuando se le acercaba algún desconocido, pero eso era antes de cumplir los seis años; antes de aprender que a veces son más peligrosos los conocidos.

¿Qué pasa niña? ¿Estás sola?

No, no estoy sola.

No era del todo mentira, porque sabía que Laika debía estar por ahí, corriendo tras algún otro perro o rascándose las pulgas. A veces, cuando no quiere contestar las preguntas de los curiosos, da respuestas que sabe que pondrán punto final al interrogatorio. Es fácil: si el sujeto es hombre, le dice que está triste. Descubrió que los hombres no saben muy bien qué hacer frente a la tristeza de las mujeres. Se incomodan y optan por simplemente irse con un “si necesitas algo dímelo, estaré por allá”. Al menos tienen eso de bueno: siempre están dispuestos a dar cosas para compensar su torpeza. Su abuelo siempre dice que las personas demuestran el cariño y la preocupación de la forma que saben. Le parece razonable, aunque piensa que, en parte, lo dice para justificar la violencia de su padre.

Espantar a las mujeres le parece un poco más difícil, porque son más cariñosas, más pacientes y más intuitivas, aunque también descubrió su punto débil: no les gustan las niñas mal educadas que “no se portan como señoritas”. Basta con una palabra áspera y luego quedarse en silencio, sin siquiera mirarlas. Eso las hace alejarse murmurando la típica frase “si fuera mi hija le diría esto o aquello”.

Ese día, no obstante, se sentía un poco más triste de lo normal, por lo que decidió rendirse al abrazo de la anciana que se le había acercado. Olía a limpio y sus brazos eran más fuertes de lo que se podía pensar, considerando que era una mujer en edad frágil. Sintió que las lágrimas se le escapaban. No quería llorar porque ya tenía seis, pero su abuelo le había enseñado que está bien hacerlo de vez en cuando. Le sorprendió mucho cuando le confesó que él también lo hacía a veces. Suponía que extrañaba a la abuela, que se había ido al cielo. Ella también lloraba cada vez que la recordaba. Era la persona que más la cuidaba en el mundo y ya no estaba.

¿Quieres que te lleve a casa?

No, gracias.

¿Quieres que busquemos a tu mami?

No.

Amanda había oído muchas veces que las madres son las personas más valientes y que están dispuestas a todo por sus hijos, pero la suya era una madre débil, frágil y dolorida. Siempre estaba triste y asustada. No era mala con ella, pero tampoco era de gran ayuda cuando la necesitaba. Es más, era ella la que necesitaba ayuda.

¿Quieres que me quede contigo un rato? Se limitó a asentir con la cabeza. ¿Segura? ¿No te vas a aburrir de esta vieja?

Articuló una sonrisa, se secó las lágrimas y volvió a mover la cabeza, esta vez negativamente.

Qué lindos zapatos. ¿Te los han comprado tus padres? Amanda sintió que la tristeza se esfumó, y se entusiasmó con la pregunta.

No, eran de una prima y me los ha regalado. Ella tiene nueve años y ya no le caben. Yo solo tengo seis, por eso me quedan un poco grandes, pero me gustan mucho.

Lucen como zapatos de princesa. Se te ven muy bien. Eres muy hermosa ¿lo sabes?

Eso sí que la tomó por sorpresa. Solían decirle que era una traviesa, una tramposa, una llorona, una mal educada, una tonta y una molestia. También le decían muchas otras cosas negativas, que una niña de seis años no debe repetir, pero no todo era malo; también le decían que era simpática y divertida, ingeniosa, mandona y maldadosa. Estos dos últimos apelativos, por alguna razón los consideraba buenos. Hermosa era algo que no recordaba que le hubieran dicho antes. Está Josué, su amigo del colegio, que siempre le dice que es linda y que tiene “ojitos de cielo”, pero no le parece una fuente muy confiable. Sabe que él la quiere y uno cuando quiere no es del todo honesto. Lo mismo le pasaba con su abuelita. Ella también le decía que era linda y siempre se tomaba el tiempo para peinarle el cabello. En realidad, no le gustaba que la peinaran, pero disfrutaba esos tiempos con su abuela más que cualquier otra cosa. El problema es que ella tenía serios problemas de vista, lo que tampoco la hacía muy creíble. Además era tan cariñosa, que encontraba lindo hasta a Jerónimo, un gato gordo y negro que no tenía encanto alguno. Tal vez esta anciana desconocida también padeciera de algún mal en sus ojos, pero en el fondo de su corazón quería creerle ¿cómo no iba a soñar con ser linda como las princesas?

¿Cómo se llama usted?

Me llamo Asunción, cielo, ¿y tú?

Amanda Eloisa Osses Aure respondió, casi en tono militar.

Lindo nombre dijo la anciana, con una sonrisa.

Amanda vio a su mascota pasearse entre los pies de la anciana y la tomó en brazos.

Esta es mi perrita. Se llama Laika.

Laika es un lindo nombre. ¿Se te ha ocurrido a ti?

Sí. Mi abuelo siempre me lee un cuento de otra perrita que se llamaba así. Dice que ella viajó a la luna en un cohete. ¿Puede creerlo? Le puse el mismo nombre por ella, y además porque siempre aúlla a la luna cuando me escucha llorar o cuando oye los gritos en casa.

Asunción no pudo fingir el dolor que le provocó escuchar esas palabras. Una niña tan pequeña y tan tierna no debería estar sola, no debería estar sufriendo, no debería tener miedo y no debería llorar al recibir un abrazo. Tragó saliva al recordar su propio calvario.

Eso no es un cuento, pequeña. En verdad pasó. Fue la primera perrita en viajar al espacio, aunque no sé si llegó a la luna. Creo que solo dio un paseo.

¿Es en serio? sus ojos transmitían toda la ilusión y la inocencia de los niños de seis A mí también me gustaría llegar a la luna. Parece ser un lugar muy tranquilo y es brillante.

Tienes razón, aunque también es un lugar muy lejano y solitario ¿no crees?

Eso es lo bueno. Quisiera poder irme muy lejos algún día. Eso es lo que me gusta de los perros.

Asunción quedó esperando que siguiera, pero cuando comprendió que la niña no diría más, decidió preguntar.

¿Qué es lo que te gusta de los perros?

Que son listos. Les gusta andar con las personas, pero en realidad no nos necesitan. Saben cruzar la calle solos, saben dónde buscar comida, reconocen a los malos y nunca se pierden. Mi padre se ha llevado a Laika varias veces, pero siempre encuentra el camino de regreso. Creo que vuelve porque sabe que le quiero y que la necesito a mi lado, pero si quisiera irse, estoy segura de que sabría llegar a cualquier lugar.

Laika, como si supiera que hablaban de ella, empezó a agitar la cola de un lado a otro.

Creo que todos hemos sentido ganas de irnos lejos, niña, pero debemos pensar en la gente que nos quiere y que nos extrañaría.

Hay alguien que me quiere, pero no se lo diga a nadie. Se llama Josué. Es muy lindo y me gusta, porque se preocupa por mí, pero me molesta un poco que me siga todo el tiempo…

La conversación se extendió largamente. Pese a todo, Amanda demostró ser una niña entusiasta y de sonrisa fácil. Un verdadero encanto. Pero la puesta de sol ya amenazaba y no había indicios de que alguien fuera a buscarla.

Fue la misma Asunción quien la tomó de la mano y la encaminó; la niña la guió a su dirección sin problemas. Hablar con la anciana le había gustado mucho. Sus padres habían dejado de sacarla a pasear cuando tenía cuatro. Realmente lo disfrutó, pero ya se había terminado y tocaba volver a casa. Sintió que el estómago se le apretó y que las lágrimas querían volver, pero no, esta vez no lloraría. Le agradeció mucho a su nueva amiga por llevarla, pero le pidió que la dejara completar el último tramo sola. Asunción se limitó a decir que la esperaría desde lejos, solo para asegurarse de que no le pasara nada hasta que entrara a casa. Amanda sentía que el peligro estaba adentro, no afuera.

Subió los peldaños de la escalerilla y se detuvo frente a la puerta. Se volvió para mirar a Asunción y se despidió de ella con un gesto de mano. Abrió la puerta y entró en la casa. Parecía que las cosas estaban tranquilas. Recorrió las habitaciones buscando a alguien hasta que encontró a su madre, sollozando en silencio. Estaba desnuda y sangraba. La niña corrió hacia el baño y le trajo una bata. Se la puso sobre la espalda y la abrazó lo más fuerte que pudo, así como la anciana había hecho con ella.

¿Sabías que la historia del abuelo sobre la perrita que viajó en cohete es cierta? Tal vez nosotras también podamos irnos algún día. Creo que la luna sería un buen sitio. Allí estaremos bien.

La puerta se abrió de golpe. Amanda pudo ver el nerviosismo en los ojos de su madre. Era algo que había aprendido a identificar hacía ya mucho tiempo, cuando tenía apenas cinco años. Ahora ya tenía seis, pero el corazón se le aceleró de todas formas. Estaba en edad de ser valiente, pero en el fondo todavía no lo era. La voz de su padre resonó con la brusquedad de siempre.

¿Que ideas le estas metiendo en la cabeza a la nena? Seguro que la estás poniendo en mi contra, como siempre haces. ¿¡Quieres que me odie!? ¿¡eso quieres!?


El abuelo siempre dice que su padre les quiere mucho, pero que no sabe demostrarlo. Le parece curioso que cuando algo le enojaba, eso sí que lo demuestra bastante bien. En tal caso, no hay nada que puedan hacer ni decir para aplacar su ira. Los gritos fueron cobrando aún más fuerza. Los de él hacían eco en los pasillos vacíos. Los de su madre, eran gritos de histeria. Laika, desde la calle, se unía con sus aullidos, que parecían un verdadero canto a la luna. Los golpes llegarían pronto, por lo que no tenía más remedio que huir, ante la insistencia de su madre. Cerró la puerta de la calle tras de sí y se sentó en la escalerilla de la entrada. Miró sus zapatos. “¡Son tan lindos!”. Se preguntaba por qué algunas cosas brillan y otras no, a pesar de ser del mismo color.

Dentro de su casa se escuchaban de esos ruidos que tanto asustan a los pequeños. Fuera, Amanda, temblando, abrazaba a Laika, quien parecía haberse acercado especialmente para eso. Los vecinos estaban demasiado lejos para escuchar, pero por alguna razón pensaba que de todas formas no se acercarían a ayudar. Vio a otros dos perros callejeros, que volteaban un tarro de basura para luego salir huyendo con un hueso cada uno. “¡Qué astutos! Siempre saben qué hacer. Si fuera como ellos, podría llegar hasta a la luna. Después de todo, ya tengo seis”

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