Él me reconoció primero. Podría decir que fue una jugarreta del destino para hacer alusión al romanticismo que llevo empolvado y rezagado dentro de mí, mas prefiero pensar que en realidad fue la casualidad quien se involucró en nuestro encuentro.

Nos cruzamos en la entrada de la catedral de Santa María y, aunque yo hubiese preferido no verlo más desde nuestro estúpido adiós, admito que en algún instante surgió la curiosidad por saber qué habría sido de su vida. Sentí la necesidad de saludarlo afectuosamente.

El sentimiento fue mutuo, un abrazo y un beso en la mejilla fueron suficientes en ese momento.

A pesar de que él iba casi de salida, se ofreció a acompañarme a admirar los retablos y las hermosas bóvedas; allí nuestros murmullos se convertían en eco y, a su vez, comenzaba también a resonar en mi memoria. Nos detuvimos un momento a descansar en la capilla de Sandoval, en la Girola. Siempre me agradó su manera de contar historias y su vasto conocimiento para enriquecerlas. Al pasar por el retablo de Santo Tomás mencionó que aquel apóstol era llamado “Dídimo”, cuyo significado es “gemelo” o “mellizo”.

  • -¿Recuerdas cuando creíamos en las “Almas gemelas”? -preguntó, con una vaga sonrisa que apenas e iluminaba su rostro.
  • -Sí, aunque después llegamos a la conclusión de que no existen esos vínculos en la vida real- respondí con tono seco.

Y a continuación, uno de esos minutos que parecen contener una eternidad, nos permitió contemplar en silencio la incredulidad del apóstol ante una posible resurrección. ¡Qué ironía!

Entonces, acordamos dirigirnos al café que solíamos frecuentar.

Mientras recorríamos la Plaza del Castillo, recordé la última vez que estuvimos allí, en el corazón de la ciudad, disfrutando aromas exquisitos, canciones, libros, besos y charlas divertidas, rodeados por personas a las cuales el tiempo les ha despojado de su figura.

Estando ya en la cafetería, mi atención se desenfocó de los alrededores, esta vez mis sentidos se agudizaron en su persona, en la frescura de la fragancia que combina perfecto con su piel, su cabello que ahora deja entrever el paso de los años, su sonrisa, el color de su voz y las palabras precisas para arrancarme una que otra carcajada. Pude distinguir a través de sus gafas una mirada cálida y sincera, posando su mano izquierda en su barbilla mientras escuchaba mis palabras con atención.

Trajimos al pasado de vuelta y lo invitamos a pasar, primero la charla seguida por los libros. Luego los besos, entonados no sólo por bellas canciones, sino por el exquisito aroma que deleitaba nuestros cuerpos. Nos dimos cuenta de que esta vez estábamos solos, éramos él y yo, aún rodeados de personas sin voz y sin rostro, imaginando lo que hubiese pasado si de todos los caminos posibles hubiéramos elegido el mismo, para caminarlo juntos.

Nos miramos de nueva cuenta conjugando el “nosotros” en todos los tiempos posibles, recreando los escenarios en donde la longevidad de nuestros cuerpos sería el reflejo de las batallas ganadas y otras tantas perdidas en el campo de la vida. Nuestro cabello desaliñado y los ojos hinchados al despertar, mostrándonos así, tal cual somos y solíamos ser; el dulce beso de bienvenida al volver a casa después de un día agitado. Nuestros viajes, las salidas al campo, algunos domingos de futbol y las matinés sabatinas con los niños, nuestros hijos, de quienes ideamos sus rostros pensando a quién de los dos se parecerían, pensando en qué nombre les pondríamos y decidiendo si sería buena idea tener una sala de videojuegos para ellos. Quizá alguna mascota, aunque él es alérgico a los gatos y yo a los perros.

Edificamos nuestro hogar, inventándonos la arquitectura y la decoración con una pequeña fuente en un hermoso jardín, en donde pudiéramos meditar tranquilamente por las mañanas o saludar a los astros en las noches despejadas. Adaptaríamos un estudio de pintura, con un ventanal y olor a incienso que serviría para inspirar algún típico paisaje de invierno. Ingeniamos dónde colocaríamos su guitarra, un piano y posiblemente otros instrumentos para las reuniones con los amigos. Seguiríamos componiendo y cantando canciones, intensas, tontas o profundas que a otros pudiesen desagradar, tanto como las antiguas y extrañas películas que a otros aburrían, pero no a nosotros; eso ya no importaría, pues sería nuestra guarida, cuyas llaves serían las claves, los mensajes y secretos que sólo nosotros podríamos descifrar, invisibles a los ojos ajenos.

Sólo éramos él y yo.

“Nosotros”, descubriendo recuerdos en algún cajón de la alcoba, objetos que nos recordarían nuestra extraña y complicada luna de miel, pues él prefiere el calor y yo refugiarme en el frío. El viaje en globo y la visita a Machu Picchu, habrían sido divertidos si a él no le incomodaran las alturas y yo estuviera en forma para escalar y, aun así, pudimos imaginarnos juntos, en la cima, con las confesiones de nuestros cuerpos húmedos en el trayecto, con el éxtasis que provoca ganar en los juegos del amor.

Estábamos allí, ante los votos y las sonrisas al preparar la gran fiesta, la música de fondo que guiaría los pasos en una pista de baile, reflejando nuestra historia de amor con los invitados, los obsequios, el pastel, las palabras, el discurso, las lágrimas…todo lo típicamente posible que suele construirse con un “nosotros”, la promesa de lo que no puede abarcar una eternidad, pero si la gran posibilidad de una vida juntos.

Todo eso fue lo que rechazamos, de lo que decidimos huir.

Desde la primera vez en que nuestras vidas se cruzaron, había sido el momento más feliz que tendríamos el uno con el otro, unidos. Si de todos los caminos posibles hubiésemos elegido andar por el mismo sendero, no habría surgido la necesidad de enamorarnos de ese pequeño instante, que no ha sido y que no será, pues ya no bastaba con seguir enamorados de un pasado sin futuro, ni de un futuro que ni en el pasado podría funcionar.

Nos lamentamos por no poder amar y perdonar lo necesario en su momento, pues ambos hemos construido ya nuestro propio camino y lo hemos recorrido con alguien más. Y al igual que SantoTomás, ante la incredulidad, lo único que estuvo a nuestro alcance fue meter el dedo en la llaga punzante de lo que creíamos era un fantasma, pero era demasiado real.

Miramos el reloj y descubrimos que era tarde. Un abrazo efusivo y un beso en la mejilla fueron suficientes para lo que espero sea un adiós definitivo.

En el fondo sabía que tenía un poco de razón, aunque me equivoqué en algo: nunca se trató de un encuentro con el destino, sino con la causalidad.

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