Muerte en el hangar

Muerte en el hangar

Altazor

16/04/2019

No recuerdo mi edad. Mucho menos la fecha del año. Incluso a veces, en mis meditaciones, me cuestiono si fue real o no. Lo que recuerdo es que era un día primaveral, puesto que el sol resplandecía como en un sueño, tiñendo de verde el verde de los pastos, reflejando destellos en las zigzagueantes mariposas que se cruzaban en el camino. En el aire se percibía un aroma dulce, como si en vez de polen fuera la misma miel la que inundara mis bronquios. En los costados del pulcro camino y entre los ciruelos y damascos se erguían poderosas e imponentes estructuras de metal, altas y cuadradas de donde provenían sonidos guturales, infernales, de una mecánica tortura. Eran los hangares de la Fuerza Aérea de Chile.

Ese día mi padre me llevaba a su trabajo, el que siempre trataba de imaginar en mi imberbe mente. En los cielos veía pequeños aviones pasar, pensando que mi padre estaba en ellos, y como pequeños eran los aviones que veía, pequeñas eran mis manos que eran abrazadas por las suyas. Entrando al hangar donde él trabajaba, inmediatamente el olor a tuercas, aceite de avión y a soldaduras se escurrían por mis fosas como serpientes trepadoras, sin embargo, el olor me gustó. Más que una mecánica tortura, eran cirujanos del metal. Quedé maravillado con los armazones de los aviones Pillán, sin embargo, quedé extasiado de frente al poderoso Hércules, imponente aeronave que, tan frágil, estaba arrumbada en un rincón. Era como la cáscara lúgubre de lo que alguna vez fue, o de lo que sería en algún momento futuro.

En el hangar se paseaban hombres con trajes de mecánicos, con las manos endurecidas de tanto hierro y los rostros aceitados de tanto esfuerzo. Se percibía el sudor mezclado con el negro color del aceite, alimento de titanes, aliciente de complejos engranajes. De entre los casilleros de metal helado, apareció un hombre de estatura inmensa y me estrechó la mano en señal de saludo y reconocimiento como el hijo de su colega, y de su propio cubículo sacó una pequeña bebida Pap para amenizar mi estadía.

De pronto, y en un acto dudoso para un niño pequeño, en vez de beber la gaseosa miré hacia el techo. Mis ojos quedaron mareados, anonadados, como el vagabundo de Sabato mirando a un inmenso dragón rojo devorar el cielo. Miré el techo del hangar, elevado en las alturas como un Monte Olímpo de los aviones. Eran bigas que se cruzaban en una estructura firme y cimentada, que amparaban desde las alturas el bello vuelo de las aves de acero. Sin embargo, el techo no era infinito, y más que amparar algún vuelo, frenaba el palmario escape de las criaturas.

A veces vivimos en jaulas sin darnos cuenta, y esas jaulas suelen ser peligrosas. Un colega de mi padre, revisando algo en la cabina de uno de los aviones, sin querer pasó a llevar el botón de eyección del asiento. Su cuerpo fue lanzado a alta velocidad, colisionando con el techo del hangar. Murió instantáneamente.

No supe que pasó después. Los recuerdos se vuelven nubosos, como si de pronto hubiese empezado a caer una densa neblina justo delante de mis ojos. Sólo escuchaba gritos y pasos acelerados. Los ecos se mezclaban generando un amasijo sonoro de confusión y desesperación. Yo sólo atiné a recoger mi botella de Pap y a beberla, y mientras lo hacía me daba cuenta por primera vez, que la vida es efímera y que cualquier lugar es bueno para dejar de existir. Incluido el trabajo.

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