Los escalones de Malasaña

Los escalones de Malasaña

Los escalones gruñían con cada escalón que subíamos. El viejo edificio de Malasaña protestaba ante la concurrida presencia de jóvenes precarios que recorría sus entrañas aquella mañana. Al entrar, sorpresa y miradas de situación. Cuatro o cinco parejas se miraban de reojo entre los tal vez veinte metros cuadrados de aquella enjuta buhardilla. Entre todos ellos logró abrirse paso el casero, o su representante legal, eso nunca lo sabremos, quién anunció las condiciones para poder habitar aquella mínima expresión de una vivienda. Incontables meses de fianza, un precio astronómico, leoninos avales y seguros representaban una pantomima entre Dickens y Darwin, principalmente porque se daba la instrucción de que aquella pareja que lograra reunir aquel faraónico tesoro en el menor tiempo y entregarlo sería la acreedora a poder condesar su existencia en aquel lugar. Recuerdo que, tras un primer instante de shock, Gloria y yo nos miramos, íbamos a conversar sobre aquello cuando sonó el estruendo de alguien bajando las escaleras a toda prisa.

El verano de 2009 fue mítico. Gloria y yo encontramos otra infravivienda, pero mejor ubicada y arreglada con bastante más cariño que la anterior. Nosotros nos casamos mientras Wall Street derrumbaba y ahora en el cálido verano madrileño, empobrecidos experimentamos algunas memorables escenas de precariedad a partir de entonces. Solo los que lo han vivido o los que han visto Barrio saben lo que es ser pobre en Madrid durante el verano. La ciudad se derretía, y nuestro gran lujo, que era disfrutar de la piscina municipal de M-86 con el carnet de parado se esfumaba tras la magnánima decisión de Esperanza Aguirre de retirar aquel último de hilo que nos proporcionaba un escape de nuestra precariedad.

Todo lo que pudimos buscamos trabajos que nos permitieran vivir con un mínimo de dignidad. Lo interesante del telemarketing por ejemplo es que te permite empatizar con la esclavitud del siglo XXI. Tu mente se conecta mediante una diadema a una máquina que es la que en automático detona llamadas y llamadas a personas que no quieren ser molestadas, algunas muy educadas y otras muy groseras, algo de ti muere por dentro una vez que desconocidos a los que no quieres llamar y que no quieren que los llamen te insultan sin compasión.

De repente estaba trabajando, agobiado por correos electrónicos, problemas y más problemas. Sombras de problemas, problemas serios, serios problemas, problemas de verdad y problemas de mentira. Estúpidos problemas asomando todos los días como enanos verdes y pensaba en todos aquellos años, tan inocentes nosotros, en aquel Madrid de los primeros años de la crisis de 2008. Tener empleo se convirtió en el oxígeno que Vilos Cohaagen cortó en Marte. Una agónica espera ante un despido que sabéis que llegaría. Como esa bofetada amenazada. Pero a veces uno tiene que escribir lo que tiene que escribir. Qué sentido tendría todo esto sino. No me importa lo que pase mañana, escribo para sobrevivir, para no volverme loco.

Aquel verano recuerdo que encontré una de las modalidades de trabajo precario más bizarras que jamás imaginé, trataré de resumirla y os lo cuenta alguien que curró cortando hortalizas podridas para conservas y pisó butacas en una fábrica once horas al día. Las ofertas de trabajo en Internet ya desde aquella época tenían más peligro que una comida con Villarejo. Llegué por la zona de Islas Filipinas, Rios Rosas o por ahí, no me cuerdo. Llegué a un lugar donde nos recibieron en una sala bastante diáfana. Un belga nos dio, el que para mi era el primer speach ultra capitalista de mi vida. Era para venta en puerta fría, en Madrid, a mediados de agosto. La técnica era interesante, primero te colabas en el edificio, tu siguiente objetivo era subir hasta el último piso sin que el conserje te interceptara, y finalmente comenzabas a bajar anotando quien estaba, quien no, y si alguien te abría procedías con el peach de venta que te habían tratado de inocular, y que por supuesto, no funcionaba. Vendíamos suscripciones para Greenpeace, Unicef y otras del palo, organizaciones en las que por supuesto perdí de manera absoluta cualquier tipo de crédito desde entonces. Nada se puede defender con un mínimo de ética si la manera que tienes de financiarte es la más agresiva forma de explotación laboral. Las únicas personas que me dijeron que si aquellas aciagas tardes de estío eran inmigrantes que si querían suscribirse. Lo cual era una situación surrealista a todos los efectos ya que tenían el perfil socioeconómico más bajo, querían colaborar con lo poco que tuvieran, pero la empresa no insistía en que no se aceptaban suscripciones de personas que no tuvieran la nacionalidad española.

Sin duda mi esposa Gloria tiene un material mucho más potente que el mío, ya que ella, durante esta época fue inmigrante, sin papeles y mujer. Su historia contiene venta telefónica de talonarios de hotel etiqueta “barely legal”, entrevistas en sótanos para la venta de perfumes de copias ilegales y otras interesantes aventuras del trabajo en los tiempos del cólera. En estos días sonreímos los días de sol, somos una familia afortunada. Vendemos nuestro tiempo como cualquier hijo de vecino y somos felices con lo que tenemos. Nos gustan los perritos calientes y los buenos cubatas, tratamos a todo el mundo con el mayor grado de respeto que podemos y defendemos lo que creemos que es justo.

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