Voy a ver a mi abuelo que vive solo en su piso. Cuando llamo, oigo cómo cae la mirilla, el sonido del pestillo y cómo la llave da dos vueltas. Abre y veo la mueca que me espera detrás de sus gafas enormes. Nos apretamos en el pequeño recibidor, cierra la puerta, gira la llave dos veces, duda un instante si correr el pestillo o no y al acabar el instante lo corre. El reloj de la entrada marca las 11:05 de la mañana. De camino hacia el salón, noto cómo le falta el aire al andar de la entradita al comedor, como si estuviera haciendo una de las doce pruebas de Hércules. Más que a mi abuelo, veo a un señor cada vez más viejo en una casa cada vez más grande. Se sienta en el sofá y me mira de arriba abajo con las manos apoyadas en las rodillas como si fuera un niño de cinco años. Un hilo de sol se cuela por la ventana y hace que me guiñe un ojo sin querer.

Me pregunta que si ya me he echado una novieta y le digo que no, que las chicas de mi clase no me interesan. Calculo decirle que ni las de mi clase ni ninguna, pero en ese momento veo que el hombre no esta preparado para escuchar el sonido de una bomba. Cuando acabo de contarle cómo me va con las clases y el fútbol le pregunto por lo suyo, que si va al parque a pasear o a jugar a la petanca. Me dice que no, que cuando anda se agota muy rápido y que por eso apenas sale.

Ese mismo anciano al que le faltaba el aliento al cambiar de una habitación a otra, de repente se tumba a mis pies y se pone a mirar debajo del sofá en el que estoy sentado. Desde el suelo, con la cabeza metida debajo del sofá, agita una mano invitándome a que le acompañe, y suelta que cree que ha visto al gnomo. No a un gnomo, sino al gnomo. En ese momento me alegro de no haber tirado la bomba, pero me alegro de poco más. Se ve que el hombre cada vez duerme peor, cada día está más cansado y se pasa las horas buscando al dichoso gnomo por los recovecos de la casa. Dice que el gnomo le adelanta los relojes por la noche y que por eso duerme tan mal.

Debajo del sofá vimos dos pelusas, una canica que me trajo buenos recuerdos, y una pila de nueve vatios. Siento un deseo irrefrenable de llevarme la pila a la boca, pero mi abuelo es más rápido y mientras me la pone en la mano me dice que todavía tiene corriente, aunque poca. Se levanta como un resorte y se marcha por el pasillo. Entretengo la idea del gnomo por un instante, pero el escepticismo me puede y camino a la cocina voy aceptando con tristeza la idea de que a mi abuelo se le está yendo la cabeza.

Repetimos la operación de búsqueda en la cocina. Dice que el gnomo tiene un gorro rojo y viste un peto azul. A lo mejor debería venir más a menudo a echarle una mano con la limpieza. Debo reconocer que había más material de exploración en la cocina que en el salón. Nos encontramos: un cuchillo pequeño, uno grande, un trozo de cebolla relativamente fresco, un ajo en avanzado estado de descomposición, telas de araña, polvo de varios espesores, un cubre enchufes de plástico con forma de colmillos de Drácula, un papel de caramelo de regaliz y ni rastro del gnomo. O tal vez sí. Noto cómo mi abuelo se sobresalta y con un rápido movimiento de su mano derecha por los adentros de la encimera agarra un trozo pequeño de tela azul. A mi abuelo le brilla la cara como si le hubiera tocado la lotería.

Ha encontrado un peto azul, con botones amarillos y en el que podría caber un gnomo con toda naturalidad. Intento pensar en qué otro juguete, figurita, o cosa podría caber en el trozo de tela y no se me ocurre nada. Mi abuelo sale camino a su habitación y yo intento seguirle como un ratón a su flautista. Me empiezan a doler los músculos y los huesos, y me tengo que apoyar en las paredes a coger aliento. En su habitación, veo cómo rebusca debajo de la cama, moviendo las piernas y el torso, y le oigo dar un grito de sorpresa. De un salto se incorpora con una pelusa del tamaño de una grapadora pequeña en el pelo y con un caramelo de miel y limón pegado a la mejilla derecha. En la mano izquierda, como si hubiera sacado una cebolla del huerto, sujeta otro trozo de tela con un pliegue en la punta. Es un gorro rojo. Tamaño gnomo.

Casi de rodillas sigo el paso de mi abuelo hasta la despensa. Al pasar otra vez por el recibidor me fijo en el reloj de la pared que marca las 10:35. O bien llevo aquí casi 12 horas o algo falla con este reloj. Miro por la ventana y, justamente, las farolas están encendidas y es de noche. ¿Será que me lo paso tan bien con mi abuelo que el tiempo vuela? ¿Estará desnudo el gnomo entre botes de salsa de tomate y mermelada de melocotón?

Al entrar en la despensa agarro un bastón para poder sujetarme. Buscamos y buscamos por la despensa y no encontramos nada. Mi abuelo me dice que tengo que llevarme botes de conserva a casa que ya llega el invierno. Tras una larga e incisiva búsqueda dice que él también se encuentra cansado y que mejor lo dejamos. Parece que el tema del gnomo no tiene mucho fundamento, al fin y al cabo. Cuando nos dirigimos a la salida, al lado de la puerta, hay un armario pequeño que no había visto antes. Le pregunto a mi abuelo si sabe dónde está la llave de ese armarito. Mientras él la busca, me llevo la pila a la boca y la electricidad me pasa los dientes. Me estiro y me suena la espalda como una navaja de carraca. Giro la llave y al abrir la puerta me encuentro una cama en miniatura dentro del armario. Ahora al que le brilla la cara es a mí.

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