Un día del montón, en horario de siesta, ingresó un uakari por la ventana. Al verme petrificado en un recoveco de luz, debió sentir pena por mí. Nos miramos durante un rato, él estaba parado al borde de la biblioteca; yo inmóvil, como hace años, en mi silla de ruedas. Que ser tan desgraciado pensé en silencio, e insisto, él debió pensar lo mismo de mí.

Por aquel entonces mi acompañante era Mercedes. Curaba mis llagas, me vestía, cocinaba como abuela y tenía buen gusto para escoger las lecturas de la noche. Pero lo que mejor hacía, y debo admitir que ningún otro ayudante había hecho por mí, era dejarme solo. Cada día, de dos a cuatro, me estacionaba en el rincón de sol que se generaba en el comedor y se iba a casa de Natalia a comentar lo poco que sucedía en el pueblo. Bebían algo fresco y charlaban de manera pausada, sin gracia, casi por compromiso.

El uakari advirtió mi soledad y comenzó a visitarme en aquel horario. Asomaba su cabecita roja y arrugada y se paraba al costado de la biblioteca. Unos minutos antes de las cuatro, daba media vuelta y pegaba un salto hacia la tupida vegetación. Como si le bastase con verme en esa postal deprimente.

Aún recuerdo el primer día que lo invité a acercarse. Postrado y ladeando la pesadez de mi cuerpo lo atravesé con la mirada. Se fue arrimando de a poco, con movimientos aparatosos. Comenzó a palpar mi cara de estatua, la silla y mis piernas sujetas. Tenía la observación de un antropólogo. Desde ese instante supe que era el indicado. Estaba exento de telarañas morales y seguro lo haría a cambio de un puñado de frutas.

Hacía meses que la memoria me venía jugando una mala pasada, insistía en repetir los detalles del pasado más turbio. A diario caían a mi mente como dagas las imágenes de aquel nefasto episodio y quedaba sumergido entre coagulados recuerdos.

Los encuentros con el uakari eran, en cierto punto, un alivio. El pobre había sido expulsado de la manada, humillado por sus pares y abandonado a su suerte. Se lo veía deambular por la selva con cierta actitud letárgica en busca de brotes o frutos secos, y observarlo me generaba algo de regocijo por saber que al menos alguien en esas latitudes estaba tan hundido como yo.

De todos modos, el consuelo de verlo devastado, no suponía dar marcha atrás en mi camino. La decisión ya estaba tomada, pese a que había días en los que surgía alguna duda, especialmente cuando el encuadre de la ventana me regalaba a Mercedes cortando fruta fresca para mi desayuno. Quedaba obnubilado por su nariz aguileña, los lunares esparcidos como constelaciones por todo su rostro y parte del torso, los colores estridentes de las frutas, el verde de los árboles y la melodía de la cascada. Solo durante aquellos instantes, confundido por el placer efímero, vacilaba un poco; pero el resto del tiempo estaba sometido a una convicción arrolladora.

Desde que comenzó a rondar la idea en mi cabeza, le sugerí a Mercedes que las lecturas de la noche estuvieran orientadas a la etología. Luego de un par de tomos de Nikolaas Tinbergen sobre conducta y capacidad psicológica animal, llegué a la conclusión de que adiestrar al uakari para que tomara el cuchillo, lo clavara en mi yugular y marchara por la ventana, sería solo una cuestión de tiempo.

Las dificultades podrían surgir, claro está, por mi estado inerte, pero los uakaris son seres inteligentes y tienen una destreza envidiable. Sus manos son fuertes y ágiles, con pulgares oponibles como los nuestros, lo que le permitiría manipular con cierta facilidad el cuchillo para lograr una puñalada certera.

Al comienzo se lo veía desconfiado, deambulaba por la mesada y se acercaba al cuchillo con displicencia. Luego de algunas mímicas directrices fue probando con las frutas, se lo clavó a una banana y más tarde a una guayaba madura. Finalmente, una tarde logramos ensayarlo con un resultado aceptable. Se trepó por el lateral de la silla hasta mi hombro derecho y llevó el cuchillo hasta mi cuello sin que la punta penetrara la piel.

En ese momento, mientras mis manos sudaban, entendí que no había retorno y me vi inundado en una tristeza irreparable. No porque mi muerte fuese prácticamente un hecho luego de esa prueba atinada, sino por el uakari. Al fin y al cabo, una vez que el cuchillo atravesara mi garganta, yo me liberaría de todo vestigio doloroso; pero el miserable, quedaría condenado a una vida solitaria y triste.

Fue un martes. Aquel día le pedí a Mercedes que dejara una cantidad generosa de fruta sobre la mesa. Ella sabía que los colores me transmitían paz, así que no dudó en preparar un amplio surtido que luego se convertiría en la recompensa de mi pequeño amigo.

Se hicieron las dos y marchó como de costumbre. Minutos más tarde, el uakari apareció por detrás de la cortina. Tuve la sensación de que nos miramos del mismo modo que lo hicimos el primer día, solo que esta vez, su rostro desnudo y coloreado se veía más triste que nunca.

Un hondo silencio se adueñó del ambiente. Un punto de luz ingresó en la casa y me sentí atraído de una manera descomunal. Era tan convincente que me entregué a él y floreció en mi cuerpo una extraña felicidad que jamás había percibido.

En estremecedora simultaneidad comencé a observar el espacio desde tres ángulos distintos. Uno al que ya estaba acostumbrado, limitado y oblicuo; otro cenital, en el que mi cuerpo estático era protagonista; y por último, miraba a través de los ojos sombríos del uakari. Todo ello en perfecta sincronía durante algunos minutos que parecieron siglos.

De pronto, oí unos pasos a lo lejos que me quitaron de esa experiencia hipnótica y me alertaron de que darían las cuatro. Dejé el cuchillo en la falda ensangrentada de mi antiguo e inútil cuerpo, me apresuré a agarrar las frutas y salté por la ventana. Cuando estaba a punto de trepar a un árbol, tres de los más viejos de la manada me esperaban para arrebatarme el botín.

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