Relajo y que el rezo comience.

En la habitación en penumbras, sobre el precario piso de cemento, hay una mesa con una taza humeante y una nota. Solo está iluminada por los rayos de luz que entran por la puerta abierta, en donde danzan pequeñas motas de polvo. Por la puerta entra un chico de no más de diez años con un ramillete de olivo en la mano y la toma.

Veo que te llegó mi mensaje y aceptaste venir. Seguro estas tenso y te preguntas en dónde te metiste. Tal vez pienses que la persona que te había prometido una chocolatada en vez de dinero por el ramillete sea peligrosa. No tengas miedo, todo está bien.

El niño aún no se anima a beber la chocolatada. Detrás de la cortina, hay un bulto en el que cree identificar una cabeza, que lo mira desde un punto aterradoramente alto. Piensa que es un monstruo o incluso un diablo, pero está paralizado como para salir corriendo. Continúa leyendo.

Dejé estas palabras esperanzada de que pudieses leer. Pero no importa si no entiendes todo, en realidad lo escribí para mí, para disfrutar verte leer y un ocasional fruncir de ceño cuando no comprendes algo. Siento un cosquilleo en mis entrañas cada vez que observo pensar a alguien. Solo pido que leas hasta el final. No intentes salir sin haber terminado y no intentes buscarme. Solo cuando hayas finalizado, te puedes ir; con olivo y todo.

Bebe y lee porque piensa que, si no lo hace, ocurrirá algo terrible. Pero solo tiene ojos para el bulto, que se inclina amenazadoramente hacia él. «No intentes salir sin haber finalizado y no intentes buscarme», había escrito la mujer. Tiene que terminar porque teme que, si no lo hace, la criatura, que se inclina tanto hacia él que la baba corre y humedece la cortina en la zona de la cabeza, se decida a salir y a devorarlo por no haber cumplido con el pacto.

Imaginar situaciones es mi alegría. Como ahora. Mientras escribo, aún no te veo, pero lo que pasará es suficiente para hacerme levitar de excitación.

Tal vez pienses que no te conozco, pero eso no es cierto. Sé quién eres desde el momento en que te vi; con tus ojos pardos y tu menudo cuerpo cuidando a tu hermanito en brazos, supe que eras para mí. Te amo, con el amor más profundo del que soy capaz. Eres tan hermoso que no me siento digna de tocarte, de estar contigo, por eso te observo desde lejos. No quiero contaminarte con mi oscuridad. Mi negrito, lo más bello que he tenido.

Comienza a sentirse extraño, le cuesta distinguir las letras en la nota y tiene que sentarse porque teme caerse. Además, siente un cosquilleo en su cuerpo que no es del todo desagradable.

Mi vida nunca fue tranquila y he hecho cosas de las cuales me arrepiento. Quizás, de alguna manera, esta haya sido mi forma de purificarme con tu inocencia; de concederme el pecado que no pude realizar en vida.

La habitación ha perdido sus límites y ahora parece una gran caverna, pero el ser de detrás de la cortina todavía sigue allí, aún más diabólico.

Por eso, ahora solo estamos tú y yo, no hay nadie más aquí, me aseguré de que así fuese. Solo quiero que sientas lo que yo sentí al escribir mi carta e imaginarme lo que pasaría luego de que hubiese dejado todo listo.

La caverna vuelve a ser la habitación y él recobra un poco la compostura.

Llegaste hasta el final. Ya te puedes ir. Te ganaste el chocolate. Sino, solo si lo deseas, ahora sí, puedes venir a buscarme y bendecirme.

Termina de leer y el silencio se yergue en la sala, como si fuese una persona que hubiese venido a visitarlos. Pero es mentira. En esa habitación tan extraña, solo hay dos personas: él y el bulto. Aquel bulto desproporcionado, extremadamente alto. Decía que lo amaba. No lo cree. Pero ¿y si fuese cierto?, ¿y si fuese alguien rico que le diera de comer cuando él quisiese, a él y a su hermano? Tal vez se dice eso para ocultar su deseo real. Lo que va a hacer no tiene relación con ninguna de esas razones, si bien hubiese sido fantástico que fuesen ciertas. No. Aguanta una vez más, en ese ambiente cargado de olor a basura y desperdicios, a pesar de que no hay ninguno a su alrededor y, propulsado por un sentimiento que ni él mismo entiende, se acerca a la cortina, con la nota en la mano.

El bulto permanece inmóvil. Él se aproxima despacio, tensando los músculos de sus piernas, esperando cualquier mínimo movimiento para huir. Pero, incluso cuando sus manos tocan la tela raída y sucia, nada se mueve detrás de ella. Entonces, tira con fuerza.

El bulto ya no era tal, sino que había revelado su verdadera forma. Lo que ve lo hace caer y gritar hasta quedar lloriqueando en un rincón. Sobre la pared cuelga el cuerpo sin vida de una mujer. Su pelo es corto y color caoba. Sus ojos están dirigidos hacia donde él había estado leyendo y, aunque se encuentran semicerrados, son de un hermoso color gris. Sus labios gruesos henchidos de sangre. Su piel marmórea y suave recubre cada forma tensa y bella de su cuerpo, completamente desnudo.

Él nunca había visto una mujer desvestida que no fuese en una foto y lo que ve le parece hermoso, incluso colgando de la cuerda con la que está atada a la viga del techo que aprisiona su cuerpo. Luego, la impresión inicial se transforma en otra cosa, tal vez estimulada por el potente afrodisíaco que estaba en el brebaje o por la sensación de lo prohibido.

Está solo con aquella belleza. Le había dado placer entregándose por completo al juego que había presentado; ahora es suya para hacer lo que quisiese.

El niño respira profundo y su mano comienza a deslizarse por el cuerpo de la chica que se encuentra frente a él. Su piel se siente cremosa y helada. Primero acaricia tímidamente partes que conoce: manos, brazos, piernas, abdomen. Luego, con un poco de rubor en su rostro, atraviesa los límites prohibidos impuestos por la cultura. Aquellos secretos que él no conocía más que con los sentidos de la mente. Palpa los senos, deteniéndose en sus pezones. Luego, dubitativamente, su lengua, aún matizada con el sabor de la chocolatada, examina cada rugosidad, valle y depresión de la areola.

Basta. Ya no aguanto, no puedo seguir con esta farsa. El niño está ahí en su puto rincón sin hacer nada más que moquear. Me he equivocado. Tomo la pelota antiestrés, idea de mi médico, y comienzo a apretarla con fuerza. Respiro e intento relajarme como me enseñó la profesora de yoga. Al cabo de un minuto, lo dejo. Nada va a cambiar el hecho de que las cosas no pasan y este año se perdió completamente.

Mierda, ojalá fuese más fácil. Tal vez sería mejor si fuese como el común de la gente, con deseos simples y terrenales, pero mi deseo está en la danza y no en los cuerpos. Mi atracción es hacia el comportamiento. Soy coleccionista de escenas, de acciones, que ejecuto en otros y las guardo solo en mi memoria.

Supongo que me lo han heredado y, por eso, cada aniversario lo celebro. Cada Domingo de Ramos repito la danza tal como ocurrió la primera vez, con personajes distintos, pero con una misma coreografía. Y, cada año, bendigo el ramo que un nuevo niño me trae, con la ceremonia. Pero esta vez, iguales circunstancias no dieron igual resultado. Odio esto, me hace ver mi ineptitud. Uso la misma carta, el mismo cuarto, la misma cortina, la misma nota. Pero hay cosas que no puedo cambiar. Ella no puede ser la misma porque está muerta, no muerta como me dije que estaba cuando la vi por primera vez, sino realmente fallecida, como cuando terminé con ella. Yo no puedo ser el mismo porque ya he crecido y conozco el ritual. Y, a pesar de que sé la narración de memoria, que repito en mi cabeza oración por oración, con ello no puedo controlar que el chico haga lo que narro.

Se mantiene impávido mirando como estúpido a la mujer sedada. No la saborea ni acomete contra ella. El ritual no lo posee como me poseyó a mí la primera vez. Él no jugó su papel. Salgo de las sombras, rompiendo la escena. Ya no importa.

Las pupilas del niño se abren al verme y su cara se tensiona en una mueca. Necesito relajarme. Me ejercito en el niño y, al terminar, le doy un papel. Está en shock, pero igual le hablo, le cuento mi historia, aunque únicamente las partes que él puede entender. Y lo dejo con una simple directriz: deberá entregar la nota a alguien como él, el domingo de ceniza del próximo año. En caso de que no lo hiciese, escogería a su hermano para mi próximo rito. Tal vez, incluso, ¿quién sabe?, se vuelva un coleccionista como yo.

Imagino que soy el niño y empiezo la obra, esta vez como ambos, espectador y personaje. En cuanto finalizo, retiro a la mujer y la hago a un lado; ya despertará y saldrá corriendo.

El próximo año será mi último ritual, aunque un poco diferente. Me subo a la silla, me cubro con la cortina, ajusto la correa y salto de ahí. Tardaré un poco en ahorcarme. Fin del rezo.

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