Con un nudo en el estómago, Eli comenzó a leer la carta sostenida en su mano zurda.

Querida Eli,

Ya te he alcanzado, el otro día cumplí doce años y vinieron a casa a celebrarlo Pepe, Carlos, Vicente y Julián. Pero faltabas tú. Por eso, fue un día incompleto. Como lo han sido todos desde que te fuiste.

Me aseguraste que me escribirías, pero no me ha llegado ninguna carta.

Ya sabes que a mí se me da mal escribir y no me atreví a pedirle ayuda a la Seño. Es demasiado estricta y no termino de entender, entre un castigo y otro, por qué es por nuestro bien. Ahora que tú no estás, monto carreras de chapas junto con los gemelos y no me apetece seguir pasándome los recreos garabateando en la pizarra. Por eso, le he pedido a Juan, el hijo mayor de la Seño, que me la corrigiese. Le estoy muy agradecido y él sabe que es así porque está leyendo esto, así que no iba a decir otra cosa. Me ha pedido a cambio mis dos mejores canicas: la verde y la azul. Ya sé que son las que a ti te gustaban, no había más que ver cómo se te ponía una cara de boba al girarlas entre los dedos. Como me pasa a mí, supongo. Y es que cogen unos colores muy bonitos por los rayos de luz que se cuelan, así que te entiendo.

Aún no le he dicho a nadie que somos novios, bueno, excepto a Juan, que me ha prometido guardar el secreto. El otro día soñé que volvíamos a cruzar de la mano aquellos campos de paja de Felipe, ¿te acuerdas?

Quiero que este sueño se acabe y vuelvas.

Jacinto.

Las manos se le habían ido aflojando hasta quedar posadas en la cama, ya sin fuerza.

Cuando se atrevió, dirigió una mirada apesadumbrada hacia la siguiente misiva, agarrada por la mano contraria como si pretendiese comparar una y otra.

Dulce Eli,

Aún recuerdo nuestros meses juntos. Meses que encumbraban su ocaso a una velocidad tal que semejaban días. Días que morían con el último trazo de tinta allá por la madrugada. Días a los que despertaba el caudal de tu mirada con la promesa latente de un poema.

Sin embargo, desde tu marcha y ante la falta de noticias me encuentro en una situación justo la contraria a la anterior descrita. Algo así como estar perdido en las tinieblas. Unas tinieblas que por su complejidad parecen dotadas de una densidad propia, con la que enlentecer el camino y la lucidez de sus ocupantes.

Esta es la tercera carta que te envío. Tenía miedo de que se hubiesen extraviado las anteriores, por lo que antes de comenzar esta fui corriendo a buscar al cartero para preguntarle. Y como me indicó que llegaron a destino, quedé muy intranquilo, haciéndome suponer cosas que si bien son verdad, dejan a uno frustrado y sin saber muy bien qué hacer, o triste, tanto que el pecho llega a doler y entran las ganas de llorar. Y es que solo encuentro dos alternativas: que no te hayas enterado de la llegada de mis cartas, recibidas por tus padres, para inmediatamente ser escondidas o destruidas; o bien que hayas decidido no quererme de amigo o novio y prefieras cortar por lo sano. Si es esto último, por favor, reconsidéralo.

Tienes que saber que nunca te olvidaré.

Juan.

Levantó la vista de esas letras cargadas del sentimiento de sus amores y la clavó en el vaivén de las hojas que asomaban por la ventana, acomodando su respiración al movimiento sosegado de un viento titiritero.

Había alentado a su padre a coger aquel trabajo ofrecido por su tío. Su madre, cómplice desde el principio, no necesitó de ningún empuje. Puede que hasta lo hubiese ideado todo ella, aunque no había sido capaz de expresar sus pensamientos en voz alta. La vergüenza instalada en su corazón se encendía con cada cruce de miradas, animando un latido arrítmico que afectaba directamente a su estado anímico. Sabía que la relación con su madre nunca volvería a ser la de antes de aquel fatídico día, cuando encontró los poemas de Juan bajo el colchón.

Era lo mejor para ella, lo mejor para los tres. De un escándalo así no se recupera una en un pueblo. Podía confiar en el silencio de su madre, jamás le contaría a su marido que su preciosa Eli se había estado viendo con un chico cuatro años mayor.

Se preparó para escribirles a ambos, para hablarles de una despedida en la que la vida se encargaría de decidir por ellos si era temporal o no, en la que les pediría que no la esperasen, que no esperasen que volviese pronto ni por vacaciones. Quería prometerles amistad incondicional, solo eso. Pero, ¿qué clase de amistad sería sin poder prestarse apoyo mutuo, sin poder recibir noticias de ellos, o ellos de ella? Porque eso era lo que pretendía, un mutismo absoluto entre todas las partes que les permitiese seguir con su vida sin pena. La esperanza soterrada con la llegada del cartero reabriría antiguas heridas con la lectura del remitente, ansias largo tiempo contenidas a las que dar rienda suelta ante la promesa del suculento bocado de unas líneas que devorar. Tenían que lograr seguir con su vida por separado, y no se puede avanzar con la mirada puesta en el pasado. Un pasado que les recordase cada cierto tiempo que continuaba ahí, esperando para ser retomado de nuevo y que pasase a formar parte de su presente y futuro.

Ya que el verdadero conflicto surgía de la diferencia de edad entre Juan y ella, había fantaseado con la idea de sugerirle a Jacinto juntarse para vacaciones en su actual residencia, pero pronto fue descartada al comprender los celos e inquietud que esto generaría en Juan. De la misma forma que rechazó la proposición de este a fugarse con los ahorros que su madre, la Seño, guardaba en la caja de costuras, según le había mencionado.

Y así comenzó, contándoles cómo habría de volver con la mayoría de edad, y que hasta entonces guardaría su recuerdo en el corazón. El recuerdo de una amistad que nada lo empaña.

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