El amor y la soledad llegaron a mi vida en forma de pastillas de paracetamol, jarabe de guaifenesina y dextrometorfano e inyecciones de amoxicilina con ácido clavulanico de 500 mg que amablemente, y después de ofrecerle ochenta pesos, Jazmín accedió a aplicar a pesar de no tener licencia para ello. Sus hermosos ojos color negro, iguales a los de todo el mundo, eso sí, uno de cada lado, sin nada especial para cualquier otro aunque para mí eran el oxígeno del mundo, una catarsis para la depresión ambulante, me mostraron que a diferencia de mi viaje por exilio ella llegó a la Isla de Contratos debido a una historia fantástica. Venía siguiendo el rastro de un conector de su automóvil marcado con una línea plateada. Pensó que se trataba de una teoría conspirativa porque a los diecisiete años era miembro de un club obsesionado con los chemtrails, el área 51, los reptilianos, las vacunas como método de control y los experimentos secretos de Pyong. Siguiendo el rastro llegó a Contratos en la primavera árabe, para quedarse veintidós años y terminar trabajando en la farmacia verde del malecón principal. Desde luego, aquella historia increíble tuvo una explicación bastante ordinaria, las piezas eran marcadas por empresas sorteadoras para certificar las buenas, un ejercicio simple de calidad que trajo a Jazmín a mi vida, durante doce años hasta que una enfermedad de la cual nunca había escuchado HPN (Hemoglobinuria Paroxística Nocturna) se la llevó a solo unos meses de haberla detectado ya pesar del tratamiento, víctima de una trombosis y castigada por la insuficiencia renal. Su muerte me afectó al grado que busqué el suicidio a manos de un grupo de soldados. Aquel acto me reveló mi inmortalidad y desperté a las dos horas, luego de haber sido balanceado, mojado por mi orina, con náuseas, un color de piel gris azulado que al poco rato recuperó su matiz natural, al igual que las células regeneradas y la oxigenación normal en el cerebro, en el metal gélido de una morgue militar.
Al mes de aquel fallido intento decidí lanzarme a conocer el mundo con la intención de encontrar un lugar extremo donde morir. Recorrí el paso Dyatlov en los montes urales, conocí la ciudad minera de Jharia que mantiene un fuego subterráneo ardiendo desde hace ochenta años, los glaciares de la isla Bouvet, el vacío Zilov en Siberia central, el pozo de Darvaza en Turkmenistán, las aguas termales de Pamukkale y quise hundirme en el mar de Drake y sus ráfagas infernales, pero luego de morir congelado muchas veces terminé en la Antártida, bebiendo café con un grupo de investigadores de la aurora boreal.
Era inútil cualquier esfuerzo, por alguna razón estaba destinado a vivir eternamente como un condenado y entendí la infinita tristeza de los tardígrados, conocidos como osos de agua y al igual que ellos era resistente a la sequedad y al frío, al calor intenso, la radiación, el éter y la polución. Durante algunos años fui un vigilante nocturno pero descubrí que los problemas de la humanidad no pueden resolverse con un antifaz y mallas enfundadas. Tampoco podía ser el villano. El dinero no era problema una vez que has vivido por tanto tiempo, así que tampoco pude ser ladrón. Quise enseñar pero mi propio hastío me impedía transmitir el conocimiento.
Entonces trabajé de taxista en Nueva York, transportando a celebridades, empresarios, prostitutas y corredores de bolsa, hasta que un supuesto ataque terrorista derribó las torres gemelas. Fui conductor del ferry Mersey en Liverpool, defensor de Green Peace en las costas de Japón, botones de un hotel en Río de Janeiro, investigador privado en la Ciudad de México, y hasta buzo recuperador de pelotas de golf en Uruguay, en el club de Punta Carretas.
Finalmente, ilusionado por un rumor de medianoche, tomé el recuerdo de Jazmín, su extenso cabello silencioso, los orificios perfectos de las orejas, los ojos cósmicos y la sonrisa avergonzada, y me marché a la ciudad de Barham, donde me dijeron había un guerrero y una espada misteriosa que era capaz de asesinar a inmortales. Lo busqué en los barrios bajos, a través de informantes clandestinos, en la deep web y en los subterráneos de una colonia en ruinas, hasta que apareció frente a mí en un callejón de la ciudad oscura. Era una mujer de origen hindú, envestida en un jitjutsu morado y cuando pregunté por la espada soltó una carcajada. Me explicó que aquella historia fantástica era una leyenda urbana, que no existía tal espada, y que no había tampoco forma de asesinar inmortales, de hecho se sorprendió de mi existencia.
Sin embargo, luego de siete sesiones que incluyeron una regresión y dos hipnosis, me ayudó a entender mi condición y renacido, pude regresar a mi tierra, abrirme paso entre la voluntad de hombres y mujeres mortales, con temores terrenales y así conseguí el único empleo que podía conectarme un poco con lo que yo tanto deseaba, en un pabellón de pacientes con enfermedades terminales, pues al otorgarles consuelo en sus últimos días podía también de manera egoísta, brindarme un poco de esperanza. Incluso me hice una rutina destructiva cada vez que un paciente moría: la auto ignición o como se conoce combustión espontánea, ardía en un astillero abandonado que alguna vez cobijó barcos desnudos, repletos de maderas desgastadas por la sal de mar y viajes estáticos como postales de ceniza, dejando que las llamas incendiaran mi cuerpo sólo para verlo reconstruirse célula por célula, pero con la esperanza de que algún día una cepa de un virus mortal, de esas tenaces que resisten la radiación más intensa se introdujera a mi organismo de forma tan destructiva, que hiciera oscurecer cada uno de mis átomos, volviendo mi cuerpo un montón de huesos solitarios.
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