Era alguien normal, salvo que nadie sabía de su existencia. Cuando lo vi salir de la oficina, apenas si escuché su despedida. Fue más bien como un silbido, de aquellos que se escuchan de vez en cuando.

-Te digo algo-comentó Gonzalo cuando veíamos al sujeto alejarse-De todos los años que llevo acá, jamás he sabido qué hace.

-¿En qué área trabaja?

-¿Quién?-preguntó distraído.

Ignoré su mal chiste. Pero a partir de entonces, me topaba con él todos los días en los pasillos o después de almuerzo. La recepcionista lo saludaba en ocasiones y otras simplemente lo ignoraba. Llena de curiosidad no podía evitar preguntar su nombre o consultar sus funciones. Ella, sin embargo, siempre respondía:

-¿De quién hablas?

Comencé a cuestionar si aquel extraño era una persona o un fantasma. Después de todo, no era el primero ni el último que existía en ese edificio. En una empresa de ventas, donde cada uno pasa en promedio ocho horas sentado en su escritorio; tecleando, contestando el teléfono y clickeando el mouse, no era de extrañar que más de alguno se quedara en el camino.

Rodolfo Urrutia, por ejemplo. Trabajaba tantas horas extras que nadie sabía si alguna vez se marchaba a casa. Un día, todos escucharon como harto de una planilla que no cuadraba, gritó que dormiría 5 minutos. Nadie se atrevió a despertarlo y como todos querían que se fuera, tampoco se atrevieron a avisarle que se había ido en el sueño. Sin embargo, Rodolfo Urrutia jamás se fue. Se quedó ahí, flotando. Roncando por siempre y soñando con planillas.

Aquel sujeto, no obstante, era distinto. Nadie sabía lo que hacía, nadie sabía su nombre, pero algunos lo saludaban y Rebeca siempre pedía su firma para alguna factura.

Un día de esos, le pregunté:

-¿En qué área trabaja?- señalé el documento que guardaba en su carpeta.

-¿No? Pero si todos lo saben.

Negué con mi cabeza.

-Bueno, bueno…-dijo regresando a su escritorio a reorganizar el papeleo. A su alrededor gallinas picoteaban los teclados, les gustaba el maíz y el pan del desayuno.

-¿Entonces?-Insistí.

-¿Entonces qué?

-¿Para qué departamento trabaja?

-No sé de qué me hablas- indicó distraída. Tomó el auricular de su teléfono para hacer una llamada. Derrotada, retorné a mi escritorio.

¡Cuan extraño podía resultar un ambiente donde se recordara más los números que los nombres! Incluso yo me sentía culpable de no conocer la existencia de alguien que, fuera o no un fantasma, tenía un cargo tan importante como para requerir su firma.

Cansada de tanto planteamiento, retorne a mi postura ejecutiva y decidí enfocarme en mis labores. Distinguí entonces a un colega que solo hasta ese momento llamaba mi atención. Para mi sorpresa, había envejecido tanto que en solo un año de trabajo lucía 10 años más viejo. Sus canas y su calvicie se contradecían a los 25 años que tan solo había cumplido en agosto.

-Tenemos reunión en 5 minutos-me indicó dando un prolongado bostezo.

Ingresamos a una sala rectangular, cuyas paredes de vidrio daban vista a aquel ambiente tétrico que configuraba cada mañana en la oficina. Aquellos fantasmas absorbidos por sus pantallas y sus teléfonos celulares, mezclados con olor a café y pan tostado. El único que aún dormía era Rodolfo Urrutia, casi podía sentir la envidia de quienes bajo su asiento escuchaban sus ronquidos.

La puerta de la sala se abrió, dejando pasar al personal de logística y de ventas.

-Al menos es viernes-observó Rebeca con papeles que en ese momento no tenía ningún objeto ordenar-Andrés… ¿Qué harás el fin de semana?-preguntó al colega canoso, cuya cabellera lucía más abundante y oscura.

-Voy a practicar descenso -respondió esbozando una leve sonrisa.

-¿Eso no es peligroso? La última vez tuviste un mes de licencia por fracturar tu pierna.

Andrés sonrió. Pude notar que bajo la mesa cruzaba fuertemente sus dedos.

Me pareció que alguien más entraba a la sala, pero supuse que solo había sido el viento. En ese momento el encargado del departamento comenzó a hablar, anunciando que a partir de entonces Joaquín se haría cargo del área de importaciones.

Alguien de facciones conocidas saludó a todo el mundo y tomó asiento junto a Rebeca.

– ¡Hola Joaquin, cómo vas? ¿Ya recuperado? -saludó Andrés cuya melena casi podía convertirla en una cola de caballo.

-Sí, parecía muerto en vida-respondió con cierta timidez.

Solo ahí, recordé donde lo había visto. No pude evitar culparme por mi mala memoria y torpeza. La misma Rebeca me lo había presentado, durante el descanso, mientras bebíamos un café.

La reunión continuó su curso, dando termino 40 minutos después. Cierta sensación de felicidad surgía en el ambiente. Dudaba si la razón era porque terminaba la semana o porque horas más tarde, Rodolfo Urrutia finalmente había despertado de su largo sueño y con molestia (porque nadie le había avisado que había muerto), partía al nicho del cementerio.

Sin evitarlo llamé a Gonzalo para contarle la noticia.

-Por fin sabemos a qué se dedica Joaquín.

-¿De quién hablas?-dijo indiferente y se marchó poniendo cotillón sobre su cabeza.

Si aquello era una broma o no, preferí no pensarlo. Al menos sabía que aquel sujeto, de quien ahora no recuerdo su nombre, existía y trabajaba en algún departamento de la empresa.

Dejé mi gallina en el cajón del escritorio y el maíz, que aún quedaba en el teclado, lo guardé con ella para que no pasara hambre el fin de semana. Recogí mi mochila y pedí al Andrés que me acercara en su auto al próximo paradero.

-¿Cuánto peso te sacaste de encima?-pregunté al joven cuando subíamos al vehículo. Andrés divertido enseñaba el dedo medio a un colega que replicaba el gesto con ambas manos.

-Como 20.

A lo lejos distinguí a un sujeto salir del edificio. Me pregunté dónde lo había visto. Alcé mi mano para despedirme.

-¿Qué ocurre?-preguntó Andrés que ahora señalizaba a la derecha para salir por la calle principal.

Lo miré extrañada.

-¿De qué hablas?-aunque no pude evitar sentir que a algo se refería.

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