A un hombre que, por no poder caminar, ha perdido su fe, o nunca la tuvo.

Amigo: Lander nunca creyó que yo sería un personaje de sus cuentos. Él ya tenía un protagonista, un francés peregrino que representaba, casi siempre, su propia vida. Su personaje se llamaba… pues nunca lo supo, quería un nombre original, uno que expresara todo lo que era para él su creación. Lander pasaba horas pensando en aquel Francés que iba a crear: cómo serían sus gestos, su rostro, su físico en general… Ah, y cómo caminaría. Esto último era lo más importante. Le entraba al autor (si así se le puede llamar al pobre hombre del que les hablo) esa manía del detalle propia de todos los que crean historias.

Pensaba en que el Francés debía de ser soñador igual que él, amante de la libertad y de Dios. Su personaje tendría que ser un caminante, uno de verdad, con genuino espíritu de peregrino. ¡Cómo gozaba en verle presto para el viaje! Ya imaginaba todos los obstáculos que tendría que pasar, las vicisitudes y dificultades del camino; y en su mente estrecha, su mente del siglo XXI, solo se hacía una idea completa del fin glorioso, cuando llegara a Santiago de Compostela. No comprendía que para un peregrino el camino es lo más importante, o quizás tal vez sea de otra manera realmente y mi mente estrecha del siglo XII no lo comprenda.

Lander se acostó esa noche en su cama, pero no pudo dormir. Dos fueron los motivos. El primero fue que la figura del Francés no se le quitaba de la mente, su obsesión continuó por varias horas. El segundo motivo fue más delicado: su preocupación por el estado de sus pies. Ambos miembros estaban completamente llagados, no desde hacía un día, ni dos, si no desde hacía muchos meses. Padecía de una enfermedad que no sabría nombrar y mis lectores conocerán mejor que yo, ya que soy un personaje del siglo XII. Una enfermedad que comunmente hiere los miembros y el herido termina por perderlos, sus dedos, sus pies…. La fe le había flaqueado en este tiempo, el dolor, no físico, sino espiritual, le impedía creer.

El pobre hombre se levantó resignado cuando la noche estaba muy avanzada aún. Fue entonces cuando comenzó a escribir desesperadamente. A expresar toda su esencia en el protagonista de su cuento. Lander escribía como un frenético y así decía de su personaje, el Francés:

El peregrino, como un alma libre decidió hacer el camino, sin importar que sus pies se resentían a cada paso que daba. Lo sabía no porque le dolieran en lo más mínimos, sino porque se lo delataba la imagen cada vez más deforme que veía cuando se quitaba su calzado todas las noches. Ya no le quedaba piel, las llagas estaban en carne viva; rojas como el fuego, casi negras algunas.

Sin embargo, no se horrorizaba. Ese año, 1126, le habían prometido condonarle una deuda que no podría pagar ni con todo el oro del mundo. Así que emprendió la ruta compostelana en busca del perdón de sus pecados. Era un año jacobeo, de ninguna manera podía perder la oportunidad de llegar a Santiago de Compostela.

En este punto Lander se detuvo, sabía que su propio peregrinar era diferente, que él no tendría que ir en busca de Santiagos ni Juanes para obtener la condonación. Aun así, el personaje del Francés le resultaba en extremo atractivo, porque era un símbolo o quizás una alegoría de lo que él mismo deseaba ser en ese momento en que su fe flaqueaba: un hombre que lucha por encontrar su propia salida.

¡Pobre hombre! ¿Acaso ignoraba lo que, de hecho, ya sabía? Que las salidas nunca están en el hombre, sino en Dios. Tampoco comprendía que los personajes, aunque estén hechos de pura ficción, no pertenecen a su creador, que una vez formados tienen vida propia, y que con ellos pueden suceder toda clase de cosas. Era iluso al pensar que lo tenía todo controlado en cuanto al destino del Francés, tanto como pensar que contralaba su propio destino. Incluso fue demasiado ingenuo al no imaginar que necesitaría un personaje como yo para dar fin a su historia. Pues sin la intervención mía hubiese sido imposible que esta historia tuviese un final feliz.

Ignorando todo esto y habiendo escrito apenas poco más de 100 palabras, volvió acostarse. Su mente, abarrotada de ideas se le había bloqueado nuevamente.

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Lander visita a su médico el día siguiente, luego de haberse ausentado a consultas por un par de meses. Este le hace algunas pruebas y observa sus pies con detenimiento. Concluye que la mejor solución para preservar su vida es amputar ambos miembros al menos un poco más arriba del tobillo. Lander palidece, el médico, como buen profesional trata de calmarlo diciéndole que todo va a estar bien, que no debe ver la amputación como un fracaso del tratamiento, sino como una nueva oportunidad para mejorar su estado de salud. Lander no parece muy convencido de esto.

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Al otro día, Lander sufrió su vuelco, su cambio en la historia, la demostración de que no podría seguir caminando por su propio esfuerzo. Por supuesto que descargó su rabia en el Francés. Se decía continuamente que también dejaría sin pies a su personaje. Eso de permitirle caminar a su creación, cuando dentro de unos días él mismo no podría sostenerse parado, le parecía injusto. Ya no imaginaba el gozo del Francés al llegar a Compostela, no lo dejaría avanzar más allá del Pirineo navarro. Se quedaría entre Saint Jean Pie De Port y Roncesvalles, atrapado por causa de sus inútiles pies. Así empezó a escribir el que él creía que sería el destino de su personaje:

Cuando llegó a las altas montañas su espíritu tan lleno de pasión y libertad empezó a esfumarse con la niebla que cubría el paisaje. Todo su entusiasmo parecía menguar cada vez más, no podía ver, así que sin saberlo se desvió del camino. Confuso y desesperado buscaba en vano alguna señal que lo pudiera guiar. Se hizo de noche, y entonces preparó un fuego para aguantar el insoportable frío que sentía.

A la mañana siguiente, la niebla continuaba invisibilizando el camino, pero él tan iluso quiso continuar su viaje. Caminó unos pasos y se encontró pronto en terreno inseguro. No lo vio venir, no vio venir ese despeñadero por el que se precipitó violentamente.

No, no podía asesinar a su personaje. La idea era condenarlo a vivir sin poder caminar, la misma condena que él estaba a punto de experimentar. Así que le concedió la vida haciendo ´´menos trágica´´ la caída del Francés:

Cayó cuesta abajo y su única suerte fue que aquel accidente, geográfico y de la vida, no era un acantilado en extremo inclinado. Perdió la conciencia por unas horas. Cuando despertó, se dio cuenta de que sangraba por todas partes. Todo su cuerpo le dolía al punto de creer que se desmayaría de nuevo. Sus pies eran lo peor, porque no los sentía, al contrario del resto de su cuerpo no le dolían en lo absoluto, como si no estuvieran allí.

Supo que no llegaría jamás a Compostela. Con la muerte de sus pies moría su sueño de alcanzar la libertad por sí mismo. Moría la esperanza de sobreponerse a las llagas con voluntad de caminante. Todo había acabado. He aquí la historia de un peregrino frustrado en Roncesvalles.

Fue entonces, cuando Lander supo que realmente la historia no se había terminado. Lo sabía muy bien. Pero, ¿Cómo continuar el camino sin sus pies? Sin los de él, sin los del Francés…. y de repente recordó la clave del asunto, tan sencilla y poderosa como el mismo evangelio. Vinieron a su mente las palabras de Pablo: «prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús´´. Recordó también los sabios versos de Jorge Manrique, versos que yo no podría citar siendo un personaje del siglo XII, pero así es el mundo de la ficción. Hermosos esos versos que dicen:

Este mundo es el camino

para el otro, qu’es morada

sin pesar;

mas cumple tener buen tino

para andar esta jornada

sin errar.

Partimos cuando nascemos,

andamos mientra vivimos,

e llegamos

al tiempo que feneçemos;

assí que cuando morimos,

descansamos.


Por eso, decidió crearme a mí, un personaje que por casualidad vagueaba por las montañas y que encuentra al Francés herido. Un personaje que lo ve desconsolado, llorando por su incapacidad de llegar a la ciudad compostelana, describiendo su accidente como un castigo por sus pecados…. Un personaje desconocido y enigmático, quizás hasta anacrónico para la época, que no se sabe cómo o por qué razón no ha perdido el enfoque y la verdad. Así me narró Lander a mí:

Y caminando por ahí un hombre con alma de samaritano se fijó en el accidentado y se apresuró a socorrerlo. Aunque el peregrino lloraba lamentando sus desgracias y creía haber llegado a su fin sintió algo de consuelo.

-¿Quién sois?- Preguntó el enigmático sujeto

-Soy un peregrino a Compostela, o éralo, más bien, pues ya ves que mis pies no servirán más para caminar.

-¿Por qué deseáis ir a aquella ciudad?

-Quiero limpiarme de todos mis pecados. ¿No lo sabéis vos? Estamos en un año jacobeo

-Sí lo sé, veo muchos peregrinos por aquí.-dijo el nuevo personaje y se calló por unos segundos- Lo único que no comprendo, es por qué se empeñan en andar por el camino equivocado.

-No te entiendo. ¿Tal vez me haya desviado un poco por causa de la niebla?

-No me refiero a eso, me refiero a ir a Compostela

El peregrino no entendía muy bien qué quería decir aquel hombre.

-De todas formas nunca lo podré lograr- dijo consternado

-¿Qué cosa? ¿Llegar a Santiago u obtener el perdón por vuestros pecados?

-Ambas, puesto que son una sola cosa

-Creo que te equivocas. ¿Has visto al Cristo en la cruz?

-Millones de veces

Parecía una pregunta demasiado obvia, pero el enigmático sujeto quería llegar a otro lugar

-Sigue ese camino.- le dijo- Su cruz es suficiente para perdonar tus pecados. Si necesitas andar por el camino de este mundo él te sostendrá en sus brazos.

-¿Quién eres que así me aconsejas?

-No importa quién soy. Quédate en Roncesvalles conmigo, y no te quedes con dolor en este punto de tu andar… Solo quiero que sepas esto, peregrino. Para llegar a Dios el camino es duro y largo, pero créeme, no necesitas tus pies.

Cuando Lander terminó de escribir las palabras que puso en mi boca, miró sus llagas, miró sus miembros con gran dolor. Unas lágrimas corrieron por su rostro. Quiso levantarse por una última vez, aunque le era casi imposible. Luego se acostó, volvió a mirar sus pies con tristeza, pero una fuerza lleno otra vez su alma. La fuerza del cristo crucificado. ¿Acaso unos pies podrían valer más que una vida entera, que un sacrificio divino? «No necesito mis pies para andar -se dijo- No los necesito»

Así amigo terminó la historia de Lander, de su Francés y la mía. Medita en ella y no pierdas la fe.

Te escribe y habla,

Un personaje del siglo XII

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