Me ardían los pies. Mi piel estaba ennegrecida por las cenizas, y mis ojos no eran capaces de distinguir colores más allá del rojo incandescente que asolaba todos los árboles. Los edificios estaban derruidos, coronados con altas columnas de humo que opacaban la luz del Sol.

Caminé entre los escombros, con los pies descalzos y mi vestido hondeando entre mis piernas. Notaba la presencia de mi séquito, todos por detrás de mí, con la expresión llena de ira. No se escuchaba nada más que el crepitar de fuego que atravesábamos, y eso no era una buena señal. ¿Dónde estaban los pájaros que deberían cantar en primavera? ¿Y las mariposas y abejas? No quedaba nada de lo que había construido.

—El calor es abrasador, mi señora —susurró una de mis doncellas.

Y tenía razón. No era solo que estuviera ardiendo el mundo, sino que el astro rey actuaba impasible, e implacable, sobre todos los habitantes que, sin duda, deberían estar debajo de los incendios.

Continué caminando, en busca de algún lago o mar, pero no había nada más que tierra seca y cuarteada. ¿Dónde estaban mis animales acuáticos?

Notaba como la ira iba creciendo en mi interior. El trato había sido que yo les proporcionaba lo necesario para prosperar, pero ellos debían a cuidar de la creación. De mi hija. Y allí sólo había destrucción y muerte. Humo y sangre.

—No han cumplido lo prometido —lamenté, dejando rodar una lágrima hasta el suelo.

Observé como crecía un pequeño brote allí dónde mi esencia, en forma de lágrima, había caído. Me agaché para rozar la joven planta, con el infinito amor de una madre. Era preciosa, de un verde brillante que se había extinguido en ese mundo.

—Buscad supervivientes —ordené, señalando hacia los edificios—, y traedlos ante mí.

Iba a postrar ante mí a todo aquel que hubiera superado su propia destrucción. No iba a permitir que ese crimen quedara impune.

Durante siglos había mandado suaves señales para que se detuvieran, para que observaran los cambios que sus acciones estaban acarreando a mi creación. Ni la subida del nivel del mar, ni la desaparición del hielo de los polos o la extinción de especies, había minado la codicia de esos humanos que sólo querían más. No habían tenido en cuenta la importancia de todas mis criaturas más nobles.

—Mi amor, terminarás agotada si dejas escapar tu esencia continuamente —susurró Cab, mi compañeo.

—¿Cómo han podido? —sollocé, sin entender sus palabras.

—La ignorancia de los humanos fue nuestro error —me consoló—. Pero no dejes que tu bondad escape, nos hará falta para reconstruir esto.

Miré hacía donde su vista se dirigía y entendí lo que había querido decir. Mis huellas estaban cubiertas por nueva vida. Por brotes que resplandecían con mi luz, suplicando para tener la oportunidad de crecer en un mundo destruido.

Caminamos juntos sin descanso, viendo como nuestros séquitos emprendían las labores de búsqueda, sin mucho éxito. Los escombros levitaban gracias a la magia de la Madre Tierra, y poco a poco los fuegos fueron extinguidos. La atmósfera, enrarecida por el humo, era gris y triste, apenas respirable, y provocaba que me picaran los ojos hasta enrojecerlos.

De repente, una de mis doncellas apareció ante mí, seguida por dos guardias de mi esposo. Iban cargando a un hombre corpulento, con la cara llena de hollín y heridas desperdigadas por la piel que dejaba ver su ropa desgarrada. Percibí en él el latido de la vida, a pesar de debatirse entre la luz y la oscuridad.

—Ayuda —susurró, con los labios agrietados y llenos de cenizas y polvo.

Miré a mi doncella, la cual hizo aparecer un chorro de agua que se derramó sobre ese humano. Cab, un poco hastiado por la situación, movió sus hilos mentales para mantener consciente a ese ser. Y yo simplemente lo contemplé, con la furia pugnando por escapar por cara poro de piel. Odiaba a todos y cada uno de los humanos que habían destruido mi preciosa creación. Odiaba que no tuviesen ni idea de lo que habían hecho. Y odiaba que no hubiesen sabido rectificar cuando aún habían tenido tiempo.

Ineptos. Eso es lo que eran, y ahora pagarían las consecuencias.

Mi fama como benévola me precedía, y las diferentes culturas me habían honrado de distintas formas, pidiendo siempre para su beneficio, usando diferentes nombres y apariencias, pero todos sabían que tendía más al perdón y la redención. Pero no en esa ocasión.

—Mi amor…

No escuché lo que me dijo mi compañero. Tan solo notaba como la ira se arremolinaba a mi alrededor, levantando una fuerte ventolera que hacía volar mis ropajes. El mundo empezó a temblar y girar, uniéndose a mi ira. Notaba como ese sentimiento se acumulaba en mi pecho y me impedía respirar. La presión que sentía en mi cuerpo era tan grande que iba a romperme, pero no tenía miedo. Mi inmortalidad no iba a permitir que me pasara nada, y estaba segura de que Cab protegería a toda nuestra gente. Sólo los humanos debían pagar sus errores, y si quedaban otros seres vivos, mi poder elemental no les haría daño. Yo no dañaba la inocencia.

—No habéis respetado el trato —dije, haciéndome oír entre el ensordecedor aullido del viento—. Habéis matado a mi más preciada creación.

—¿Quién eres…?

Noté como mi mirada se oscurecía ante su incapacidad de reconocerme. Percibí como mis súbditos se inquietaban, seguramente porque mis ojos se habían vuelto negros y una luminosidad inhumana empezaba a resplandecer por cada centímetro de mi cuerpo. No podía controlar mi energía, y sabía que eso supondría mi agotamiento durante varios millones de años, pero estaría segura en mi paraíso verde, donde la naturaleza era mi reina y la vida se desperdigaba por cada uno de sus rincones.

—Vuestro error os ha matado —sentencié, elevándome un poco sobre el pavimento sucio y destrozado—. Mi nombre es Gea, harías bien no volver a olvidar el nombre de quien te permitió vivir en su tierra.

—Madre Tierra…

Vi el reconocimiento de uno de mis nombres. Gea era como me conocían en algunos lugares, en otros era Gaia, o simplemente Madre Tierra, entre otras muchas denominaciones. Lo que sí sabía todo el mundo es que yo era la fuerza de la naturaleza que había permitido la vida en un lugar muerto. Desde lo más profundo del planeta, había desatado mi poder, creando un planeta vivo y cambiante, capaz de evolucionar, pero frágil, como cualquier cosa hermosa.

Sentí como ese poder primordial se rompía en mi pecho, y salía de mi cuerpo como una explosión de luz que me llenó de dolor. Sabía que el mundo había quedado completamente asolado debido a mí acción, pero eran tiempos de cambio.

En mi mente imaginé un nuevo planeta, lleno de vegetación, salvaje, con los instintos naturales a flor de piel. Imaginé cada animal, insecto, planta, virus… Y lo dejé salir de mí.

Dar a luz un nuevo mundo era tremendamente doloroso, y sentía como los últimos retazos de mi esencia se escurrían de entre mis dedos, pero tenía que terminar. Necesitaba curar a mi hija, y deseaba que en esa ocasión nada la hiriera hasta secarla por completo. Quería que el sol brillara cuando debía, y que las nubes lo taparan cuando fuera necesario. Quería estaciones en los lugares correctos. Quería enfermedades que equilibraran al mundo. Y quería vida. Una buena vida.

—Gea.

La voz de mi compañero llenó mis pensamientos, y me hizo volver en mí. Sus manos acariciaban mi rostro con amor, llenándome de esa fuerza que había dejado germinando en la tierra de los mortales.

—Se terminó —sonrió.

—No… Me temo que volveremos a ser unos padres preocupados —repliqué, aunque en mi volvía a reinar la paz.

—Descansa, mi amor.

Obedecí y dormí. Y soñé, sobre todo, soñé.

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