Si no fuera por lo mal que está el campo

Si no fuera por lo mal que está el campo

ROSA ESTEFANÍA

29/03/2017

Se sienta a la puerta de la bodega, en el viejo banquito de madera pintado de verde, estira la blusa que desde hace unos días le viene pequeña y sonríe a su marido.

Él se lleva la mano izquierda al pelo que ralea y le devuelve la sonrisa. Busca con la mirada los vasos en los que verter el vino fresco recién sacado de la cuba. Los encuentra encima de una piedra grande que ya se usó de mesa en tiempos de sus abuelos, los llena y le ofrece uno a su mujer.

Brindan bajo el inmenso cielo anaranjado de Castilla.

—Casi lo había olvidado —Angelito no comprende e interroga a Maribel con la mirada.

—El cielo —dice ella— el cielo de nuestro pueblo.

Se sonríen de nuevo. Maribel, siempre tan habladora, hoy calla. Observa el cielo, se masajea con delicadeza la tripa, bebe un trago de vino y no dice nada. Se mira los pies hinchados por el largo viaje, embutidos en el esparto de las alpargatas que han sustituido a los zapatos de salón con los que ha soportado casi seis horas de traqueteo del coche de línea, y sonríe de nuevo a su marido, sin decir nada.

—Estás muy callada cariño.

—Disfruto de la noche y el silencio, antes de que los grillos comiencen el concierto.

Angelito se sienta a su lado en un banco idéntico al de su mujer, da un sorbo al vaso de vino y le toma la mano.

—Tenemos un mes cariño. Un mes entero de noches como ésta. Si no fuera por lo mal que está el campo…—El sonido de un cántico lejano interrumpe lo que está diciendo Ángel —. ¿Qué es eso? ¿Qué se oye?

—Serán los cantos de los labradores que vuelven contentos a casa con la labor hecha —Maribel se arrepiente nada más pronunciar la frase y mira a su marido en busca de una señal que revele la nostalgia que se le adhiere a la piel como una garrapata cuando recuerda los años pasados en el campo, pero él parece tranquilo, así que ella no deja pasar la ocasión—… Y peor que se va a poner.

Angelito la mira despistado, sin saber a que se refiere.

—El campo, digo, que aquí ya no hay sitio para nosotros, aunque nos duela. Si hasta el hijo pequeño de la Bernardina se va para el norte a finales de mes. Eso me ha dicho madre.

—¿Amancio?, pero si tienen una buena hacienda. Son de los más ricos del pueblo.

—O eso se creen cariño, que son muchos hermanos para repartir —Maribel suelta la mano de su marido y busca el vaso para llevárselo a los labios, que remoja apenas— ya ves tan soberbios siempre, que parecía que eructaban chorizo y tan necesitados como el que más.

Han dejado de oírse las voces de los labradores pero el silencio no es total. Se escucha, aislado todavía, el sonido de algún grillo madrugador. Maribel suspira fuerte.

—¿Estás cansada? —pregunta Ángel

—¿Y quién no? Es un viaje agotador en esa tartana de autobús. El año que viene venimos en coche.

Angelito suelta una carcajada y mira a su mujer esperando que lo que ha oído sea una broma pero por su cara parece que habla en serio.

—¿Te has vuelto loca?

—Loca ¿por qué? He echado las cuentas y podemos.

—¿Desde cuándo sabes tú de cuentas?

Maribel suelta con rabia la mano que su marido ha vuelto a proteger con las suyas y aunque la oscuridad apenas si le permite ver, le mira de frente, retadora.

—Desde siempre, cariño —responde— ¿Quién crees que se las echaba a madre? ¿Ella, que casi no conoce las cuatro reglas?

Ángel nota en la voz el enfado de su mujer y decide callar.

—Además, el año que viene, con el niño, va a ser un lío.

—¿Niño? ¿Qué niño? —La voz le sale a Ángel nerviosa, estridente, envuelta en un gallo delator.

Maribel se lleva la mano a la tripa y la toca con dulzura.

—Creo que estoy en estado —dice—. He tenido dos faltas. Lo siento aquí —Vuelve a tocarse la tripa, plana todavía, sin abombar.

Angelito la abraza con fuerza y besa su cara varias veces. El coro de grillos invade la noche, pero ellos solo oyen el sonido de sus corazones.

—Vamos —Maribel se deshace del abrazo de su marido—, vamos —repite—, que se nos hace tarde. Madre tendrá preparadas las sopas de ajo para cenar.

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