Mi padre lo sabía: la banca siempre gana. O al menos se repetía una y otra vez la salmodia cuando regresaba de gastarse la parte del sueldo que mi madre no conseguía esconderle a su cinturón. La mirada perdida en el abismo de la tele, la mano derecha acariciando el labio del último botellín de cerveza, la boca apenas abierta. No sé qué me daba más miedo, si verlo sumido a media luz en ese trance que todos en casa, hasta él mismo, sabíamos inútil o durmiendo en el sillón con la cabeza descolgada como la de un perro mal ahorcado. No sé qué me daba más asco.
Por suerte tuvo la dignidad de saltar a las vías del tren una de esas noches en las que la paga extra significaba derrota extra. Para mi madre fue un alivio, aunque nunca lo reconociera. No más preocupaciones, no más gritos, no más golpes. Más de una vez deseó su muerte, como yo, como todos. Todos menos la banca. A la banca simplemente le dio igual. La banca siempre gana.
Ella no olvidó a mi padre. Sucedió tras el último examen de selectividad. Los del mi instituto habíamos quedado en tomar algo para celebrarlo pero yo no estaba para fiestas. Historia del arte podría dejarme un año varado. Volví a casa. Encontré a mi madre en la cama, con un camisón que dejaba ver más de lo que un hijo quiere imaginar. Echada de lado sobre la almohada, acariciaba la foto de su esposo, la llevaba hasta sus labios y volvía a dejarla en el lecho para seguir acariciándola. A modo de sábanas, las camisas, pantalones, camisetas y demás prendas de mi padre cubrían sus piernas.
—Tu padre era un buen hombre, hijo, un buen hombre con mala suerte. Ahora ya eres mayor, ahora ya puedes entenderlo — no me miró mientras me hablaba.
Yo no lo entendí. Durante esos años se empeñó en que ya podíamos olvidar a mi padre cada vez que su fantasma intentaba colarse en nuestras vidas. Estaba claro que se refería solamente a la parte de él que no encajaba con la imagen que ella se había creado, quién sabe si años antes de conocerlo siquiera. Y ahí seguía, adorándolo después de todo.
La rabia me hizo dar un manotazo a las prendas que la arropaban. Por fin me prestó atención. En sus piernas, enroscado a sus blancas y fofas piernas, estaba el cinturón de mi padre. Lo agarré por la hebilla y tiré de él deshaciendo la presa. Creí escuchar un gemido. Uní el metal con el cuero y de un golpe seco hice restallar la correa.
No sé qué me dio más miedo, si la humedad anhelante de mi madre al ver de nuevo una mano velluda a punto de imponer su autoridad o la fuerza con la que mis manos se cerraban en un puño, último eslabón de una cadena de músculos tensos, ansiosos por soltar el primer golpe. No sé qué me dio más asco.
Aprobé la selectividad por los pelos y entendí que el único modo de salir de ahí era golpe de expediente. Los siguientes años sólo fueron para los libros y apuntes.
Mis notas me abrieron muchas puertas, pero el tablero empresarial no necesita disfrazarse de meritocracia. Al final todo se reduce a ratios de productividad. Sacrosantos beneficios. Además está el problema de la dispersión geográfica, porque también es cuestión de contactos, de buscarlos, de conocerlos y sobre todo acertar el momento en que llamar a sus puertas. Desde una delegación perdida en la Siberia no es fácil por muy director que seas. Así, renuncié a varios ascensos para mantenerme cerca de quienes me aseguraron un sillón de piel en la planta noble de la Castellana. Sólo tuve que aguantar, tenerlo todo calculado, jugar bien mis bazas. Ignoré los imprevistos golpes de suerte y esperé las apuestas seguras que arreglé durante esos años.
No estuvo tan mal, hasta tuve tiempo para montar una vida: encontré una chica guapa que no creía serlo, compramos un ático redecorado por el Corte Inglés periódicamente, cambiábamos los coches antes de tener que poner la horrible pegatina de la I.T.V., no pasábamos las vacaciones a menos de cinco mil kilómetros, y hasta tuvimos un crío sacrificando durante una temporadita algo de ocio y algún caprichín. Resultaba embriagador dejarse llevar.
Hasta que llegaron los rumores de la fusión.
No sé qué me dio más miedo, si la frialdad de la lógica matemática por la que la optimización de recursos para no reducir beneficios dejaba en la calle, sin miramientos, a miles de empleados redundantes, o la velocidad con la que comencé a calcular los descartes que tendría que hacer para evitar mi cese. No sé qué me dio más asco.
Me supe desahuciado al llegar al aparcamiento de altos ejecutivos. Los mercedes apenas se diferenciaban en el color. En el fondo todos éramos iguales. Sería una lotería y todos creíamos tener el décimo afortunado. Jugársela era perderlo todo.
Trabajé para mí. Me había quitado la venda justo a tiempo. Los rumores eran más que benévolos. No habría fusión sino una planificada quiebra. Nadie parecía saberlo. Negocié mi salida, lo que estaba por venir me aseguró una mordaza de ceros. Leí el documento frente al director general y dos abogados. Todo correcto. Podría salir con un maletín lleno antes de que cerraran el chiringuito. No firmé. No quería deberles nada. El director general ni se inmutó, creyó leer un farol y sacó otra copia del documento que añadía un cero a la compensación. Un cero que restalló en mi cabeza. Un cero que sostendría a mi familia condenando a otras a su suerte. Un cero que se repartiría entre otros si yo contaba lo que sabía. Deslicé la pluma. Salí sabiéndome vencido.
Mi padre lo sabía. No importa lo que hagas. No importa el resultado. Si juegas sólo hay una regla: la banca siempre gana.
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