Nunca morimos de viejos

Nunca morimos de viejos

Tan fácil como cerrar el cuarto. Doblar el periódico. Quitarse las gafas luego de un tibio masaje en las sienes. Echarse suavemente en la cama y esperar. Esperar lo imprevisible que sin embargo se anuncia un par de segundos antes.
La calefacción se apagó de repente cuando Kallum abrió los ojos. De una parte se sintió aliviado de que el ruido del pequeño motor dejara de quebrar el silencio de su habitación de alquiler; pero ello también significaba el enmudecimiento de la que había sido su única compañía. Desplegaba sus alas el diciembre recio.
Tres horas estuvo tendido con los ojos cerrados, despierto, evadiendo, con recuerdos y escenas y palabras, la barrera obscura de sus párpados, último límite entre George Kallum y la ciudad invernal que se bifurcaba allá afuera entre calles y puentes de naturalezas comunes, como lo era también la pensión en la que se hallaba. Nunca —decía— había sido un cobarde, muchísimo menos ahora que contaba con setentaypocos, salvo que algo le iba creciendo en el estómago, una de certeza, lo que otros llaman corazonada: la indudable noción de la víspera de la muerte.
Por dignidad, sobre todo. Por no compartir con su familia la vergüenza impresentable de morirse en casa; Kallum había preferido salir la mañana de Navidad en puntas de pie de su cómoda alcoba. Virginia creyó, en sueños, que era el gato quien bajaba las escaleras de mármol. Se abrigó lo mejor que pudo. Al menos no iba a ser el frío el agente de su defunción. Dos chaquetas, el chal azul alrededor del ajado cuello y guantes impermeables. Encendió el auto y salió con paciencia del garaje. Había señales de peligro en las vías. Alertaban ventiscas, deslizamientos, calles congeladas. Kallum conducía a 70 kilómetros por hora, veinte kilómetros más de lo recomendable en nevadas. Entonces llegó a Bielefeld. Detuvo el auto en el primer parqueadero que se anunció con el verde neón de un letrero de mal gusto. Supo de pronto que no volvería a necesitar el auto, pero tomó el ticket de la máquina automática que registraba el ingreso de su vehículo.
Caminó por las aceras viendo las vitrinas aún apagadas. Los empleados apenas se tomaban el primer café de la mañana. Aseaban las tiendas entre la modorra. Geroge Kallum se paró frente al negocio de instrumentos musicales para ver los clarinetes. Brillaban, incluso huérfanos de la luz de las bombillas del aparador. Nunca se atrevió a comprar uno. Alejó el deseo pueril de su cabeza repitiéndose la frase: “la nostalgia ya no es lo que era”.
En el reflejo del mostrador vio que un hombre se acercaba a prisa. Aquel sujeto vestía una larga gabardina gris. Un sombrero Player del mismo tono. Era evidente que recién había encendido un puro.

—Es un poco temprano, incluso para ti, George.
—Mira qué casualidad—dijo Kallum, dejando escapar el aire de media sonrisa—, lo mismo iba a decirte, Mick.
—¿Y bien?—abrió los brazos como para asustar a un oso.
Se abrazaron con fuerza. Kallum notó que Mick Schellong estaba más frío que él. No se habían visto hacía tres años. Justo antes de que Mick partiera a resolver una de sus misiones.
—¿A qué vienes a Bielefeld?—preguntó Mick detrás de una voluta de humo denso.
—A lo mismo que tú, supongo.
—Pues supones mal. He venido a comprarle un tigre de peluche a mi nieto.
—Mejor que te compre él uno a ti—apuntó no tan impasible, George Kallum.
—Te hubieras podido conseguir un lugar mejor…—tosió tres veces, como quien festeja una muy buena broma.
—Tengo que irme, Mick.
—¿Dónde estarás?
—He hecho todos los preparativos—serio, Kallum le sostenía la mirada—. No quiero molestar a Virginia con arreglos de última hora.
—¿Y cómo sabes que hoy es el dichoso día?
—Adiós, Mick.
George Kallum se alejó con paso firme. Entró a la pensión que había buscado por Internet la noche anterior y pidió una cama sencilla, la peor habitación del lugar. Lo había atendido una chica de cabello castaño de unos diecisiete que masticaba abominablemente una goma de mascar. Tenía un par de cintas en el pelo, la blusa empezaba a ceñir unos senos incipientes. Reflejaba sin disimulo su estatus social.
—¿Necesita usted algo?
—No, gracias.
—¿Está usted seguro?
Kallum la miró con atención. La chiquilla tenía los labios carmesí, un pintalabios ordinario, adivinó, el gesto infantil.
—¿Hace cuánto trabajas aquí?
—Lo suficiente.
—¿Lo suficiente para qué?—indagó George, encubriendo su fastidio.
—Pues, señor… Lo necesario para saber que este día su esposa se va a quedar viuda.
Subió las escaleras de la primera planta. Entró al cuarto, olía a hollín mezclado con naftalina. La decoración era rustica, sin gracia en general. Se echó en la cama sin abrir los ojos hasta que el sonido de la calefacción le anunció que ya era hora. Se había cortado la electricidad en toda la pensión. Señal de que habían cerrado el negocio, al menos hasta Noche Vieja. Kallum se levantó del lecho. Si la muerte lo iba a sorprender ese día era mejor mirarla a los ojos, con la frente en alto. A través de las cortinas pálidas de la ventana podía ver a lo lejos el tranvía con unos pocos tripulantes, más allá la universidad con su campus, ahora, de hielo, y los pinos, cedros y robles nevados en el horizonte.
Llamaron a la puerta de su cuarto. Después de siete largos segundos una llave del lado exterior abrió la cerradura.
—He venido sin armas.
—Tampoco hace falta—le contestó, Mick Schellong, alcanzándole la suya a Kallum.
La Browning de calibre 9 mm era casi tan vieja como el par de hombres.
—Me ha caído muy bien la chica de la recepción.
—Es nueva, pero diligente. ¿Por qué has rechazado su compañía?
—Acabemos con esto de una buena vez, Mick.
Kallum tomó la pistola. Observó que había una sola bala en la recamara. Se rascó la ceja con un nudillo del dedo índice.
—Los asesinos nunca morimos de viejos

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