El ruido de los trenes que iban y venían retumbaba en su cabeza como los sucesos de los últimos días. Sentada en el banco más alejado del andén, esperaba el momento idóneo. Quería terminar con todo, aprovechando el dramatismo de la soledad.

Sin embargo, cada vez había más transeúntes. Iban corriendo de un sitio a otro, sumergidos en la realidad de sus teléfonos inteligentes. Agradecía estar fuera del alcance de esa masa artificial, cuando notó un golpe en su hombro. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y el miedo la paralizó. Esperaba lo peor. En su cabeza apareció la imagen de un drogadicto sin techo, dispuesto a clavarle la navaja si se negaba a entregarle el dinero suficiente para su dosis diaria. Pensó que lo que llevaba encima podría resultar insuficiente para salvarle la vida. No quería morir así. Expuesta a un peligro que escapaba de su control, sintió que su vida valía muchísimo más que la desesperación que la había traído a ese lugar abandonado de la mano de dios. Se giró despacio y levantó la mirada. Detrás de ella vio a un indigente con un aspecto desgastado. Seguramente había pasado varios días sin comer. Respiró aliviada.

  • —Este sitio es mío. ¡Márchate!—El vagabundo la echó con una voz ronca mientras clavaba su mirada en el lugar más brillante de la vía del tren.
  • —Yo solo… de hecho ya me iba.

Julia obedeció, pero vio en la mirada de ese hombre algo que no la dejaba tranquila. Necesitaba hablar con él. Se sentía en deuda. Entró en el bar de la estación, compró dos bocadillos y un par de refrescos. Por esta vez no comería sola.

Él no tenía por costumbre aceptar la limosna de nadie. Vivía en la calle por elección. Vio su vida arruinada y ese, a su entender, era el lugar de los fracasados. La chica del banco, sin embargo, le recordó a su mujer. Tenía el mismo pelo rubio ligeramente ondulado y la misma tristeza en los ojos. Sabía perfectamente a qué había venido.

Sentados, uno al lado del otro, guardaban un silencio consolador. Ambos habían disfrutado de lo bueno y lo malo que da la fama. Él, con los ojos cerrados, respiraba el perfume de Ana y disfrutaba de su repentina e imaginaria reaparición. Podía sentir su presencia.

  • —¿No come? —preguntó Julia.
  • —No tengo hambre.—contestó él, mientras su mente volaba lejos, a un pequeño bar donde servían los mejores bocadillos de la ciudad. Fue allí donde su mujer compartía con él su tragedia. Sin darse cuenta su mano buscó la de Julia.
  • —¿Qué está haciendo?—a pesar de verse sorprendida por la actitud del vagabundo, no se apartó.

Lo miró atentamente y, detrás de la suciedad que cubría su cara y una barba excesivamente larga, vio a un hombre atractivo, mucho más joven de lo que aparentaba. La invadió una sensación de paz, parecía como si se conocieran desde siempre. Por primera vez desde hacía tiempo consiguió ver las cosas con más claridad. De pronto todo lo que la había traído a este lugar carecía de importancia. Al final la atención de su público pasará a un asunto más morboso y ella podrá rehacer su vida. El sentimiento de culpabilidad se disipó y en su lugar vino el perdón al hombre que le hizo tantísimo daño. Comprendió que el abandono vino muchísimo antes de la traición. Daba igual que él se haya marchado con su mejor amiga. Por fin había terminado el mendigar por un poco de cariño.

  • —Disculpa, no quería incomodarte. Por un instante pensé que eras mi mujer…
  • —¿Tu mujer? ¿Estás casado?—a Julia le costó disimular la decepción.
  • —Lo estuve, pero ella ya no está.
  • —Lo siento… ¿Qué pasó?
  • —La maté. —confesó él sin poder contener las lágrimas.

Sin saber qué había pasado, Julia quería hacerle sentir que no estaba solo. Apretó con fuerza su mano como de pequeña lo había hecho con su padre. Fueron pocos los domingos que pasaron juntos y jamás quiso dejarlos escapar. Volvió a sentir la misma ansiedad que le generaba la distancia entre ella y quien, mucho antes de llamarla a la vida, ya sabía que prefería dormir bajo el cielo de tierras lejanas. El mismo amor.

Los dos buscaron refugio en un afectuoso abrazo. Ella, la actriz más famosa de la ciudad. Él, un cirujano de prestigio. Dos desconocidos unidos por la fatalidad del destino. El tiempo pareció haberse detenido, pero el vagabundo no se sentía merecedor de tanto cariño.

Julia volvió a quedarse sola. No sabía si lo volvería a ver, desconocía su nombre y deseaba conocer su historia. Venir al mismo andén con la esperanza del reencuentro pasó a formar parte de su rutina diaria.

Poco tiempo después, en el periódico local se publicó la historia de la reaparición de Nacho Méndez. Se trataba de un cirujano conocido por su gran entrega, profesionalidad y haber salvado decenas de vidas. Tuvo una mujer de la que estaba locamente enamorado. La noticia del tumor en su intestino fue como un jarrón de agua fría. La apoyó en todo momento, pero no quería acceder a operarla. Sabía que jamás se perdonaría si las cosas salían mal. Sin embargo, nadie apostaba por ella. No encontraban cirujano que tuviera valor de enfrentarse a una operación extremadamente difícil. No quedaba otra opción que fuera él mismo quien afrontara el reto.

Las veinte horas de una intervención complicadísima terminaron con un éxito brillante. Ana poco a poco iba recuperando las fuerzas y el buen humor. Cuando todo parecía ir por el mejor camino, las cosas empezaron a complicarse. Primero volvió una pequeña molestia en el abdomen. Cuando el dolor empezó a ser inaguantable no quedaba otra opción que intervenirla de urgencia. Aquella tarde el doctor Méndez no se encontraba en el hospital. Cuando llegó, el cirujano de guardia le cedió su lugar. Se acercó tembloroso para continuar con la operación. Se le nublaba la vista y doblaban las piernas. Cuando, después de horas de esfuerzo, el corazón de Ana dejó de latir, el de Nacho se rompió.

Desesperado abandonó su trabajo y el chalet que había compartido con su mujer, desapareciendo sin rastro. Años después, movido por una causa desconocida, decidió volver a ejercer su profesión.

Pasaron varios meses. Julia decidió volver al andén por última vez, pero el banco seguía vacío. Al salir de la estación chocó contra un hombre.

  • —Disculpe, no le había visto.—dijo sin levantar la mirada.
  • —Tranquila.—contestó Nacho a su musa del banco.

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