Los viernes del señor Maroni

Los viernes del señor Maroni

El señor Maroni era uno de los principales clientes de la empresa en la que trabajábamos por aquel entonces, y por lo tanto teníamos que soportarlo y atenderlo con la mayor amabilidad posible aunque se tratase de un sujeto insufrible.

Los viernes eran días especiales en nuestra oficina, a las cinco de la tarde se hacía borrón y cuenta nueva hasta el lunes siguiente. Los jóvenes empleados, sin distinción de jerarquías ni sexo, solíamos reunirnos en el bar de la esquina a beber alguna cerveza antes de partir para nuestras casas. Allí pasábamos un buen rato que se repetía todos los viernes.

Esto fue así hasta que el señor Maroni cambió la rutina de sus pagos a la empresa: en lugar de hacerlos en la tesorería, en horario bancario como todo el mundo, obtuvo autorización gerencial, vaya a saber por qué, para hacerlos en nuestra oficina, que estaba abierta para los clientes hasta más tarde, y el muy cretino siempre llegaba unos diez o quince minutos antes del cierre de las cinco. Lo que no hubiera sido demasiado grave si el tipo pagase con cheques; pero no, él cargaba grandes paquetes de dinero en efectivo de todas las denominaciones y, en muchos casos, tan sucios y gastados que había que analizar su validez y vigencia. De manera que nos turnábamos para contar el dinero, recontarlo, hacer las verificaciones del caso y emitir los recibos. Esta tarea solía llevarnos casi una hora, y luego debíamos buscar la manera de que Maroni se pusiera de pie y se retirara de una vez por todas, porque, a pesar de los desplantes que no podíamos evitar hacerle, el tipo parecía sentirse cómodo con nosotros y no se iba rápidamente.

Una y otra vez le habíamos implorado que viniese más temprano, y humildemente le explicábamos nuestras razones. Pero a él poco le importaba, sonreía con desdén y repetía “vamos a ver, vamos a ver”. Un fino bigotito reposaba sobre los labios superiores de Maroni, quien andaría pisando los sesenta años, se vestía siempre con la misma ropa, barata y anticuada, de color marrón, incluyendo la camisa abrochada desde el primer botón, aunque no usaba corbata. Pelo rojizo peinado con algo de fijador, un infaltable reloj dorado y dos anillos enormes que él sospechaba que le daban distinción. Su relativa bonanza económica le hacía suponer que tenía dotes de galán, y en ese papel intentaba seducir a las empleadas de la oficina, mucho más jóvenes y pícaras que él, quienes le respondían con ciertos guiños cómplices con el objetivo único de burlarse, lo que alentaba al fallido galán a continuar con sus intentos ineficaces y a las chicas a tomarlo más a la chacota todavía.

Tuvimos que soportar esa cruel rutina hasta aquel viernes en que todo cambió para siempre. Ese día, el hijo de Maroni nos llamó para transmitirnos un mensaje de su padre, decía que estaba un poco demorado porque había tenido un problema, y que lo esperásemos. Después de desahogarnos con improperios de todo tipo, resolvimos hacer un sorteo para ver quiénes serían los dos condenados que perderían su reunión con amigos para esperar a Maroni. Me tocó a mí, con la compañía de Alicia, la más deseada por el presumido galán. Apareció casi a las seis de la tarde con su habitual paquete de dinero. Lo saludamos hoscamente y lo más rápido que pudimos completamos nuestro trabajo. No le ofrecimos café ni le dimos oportunidad de conversar, y en cuanto terminamos la tarea le entregamos los recibos y le informamos que ya debíamos cerrar e irnos. “Eh che, que apurados”, dijo con su sorna habitual, esbozando una sonrisa y todavía sentado. Creo que advirtió que el horno no estaba para bollos, entonces se puso de pie cansinamente y comenzó a caminar hacia el palier en busca de los ascensores. Como de costumbre lo acompañé, más para verificar que efectivamente se fuera que por amabilidad, y sin decir palabra presioné varias veces el botón de llamada para acelerar el proceso de despedida. El aparato tardó unos segundos que me parecieron horas en llegar a nuestro tercer piso, su sonido era el único ruido en un edificio prácticamente desierto. Se abrió y Maroni entró y me saludó, tal vez un poco cohibido por la situación, pero con su acostumbrada soberbia. Le respondí sin abandonar mi rostro serio, tratando de que fuera evidente mi bronca y mi desprecio. Las puertas del ascensor no se cerraban. “Che, esto no funciona” dijo Maroni. Entré de un salto y apreté con furia el botón de la planta baja y con urgencia volví a saltar al piso firme. Las puertas seguían sin cerrarse, pero de repente el aparato descendió unos veinte centímetros y se frenó bruscamente. Maroni, visiblemente asustado, intentó bajarse, puso un pie sobre el piso del palier, que ahora era un escalón, y asomó su cabeza para salir, sin pensarlo lo detuve con mi mano y le dije, casi le ordené, “quédese, que ya baja”. Y el ascensor efectivamente bajó: se precipitó de golpe y sin parar hasta la planta baja. Pero Maroni no había alcanzado a reingresar todo su cuerpo en el cubículo, la cabeza le quedó afuera y el aparato al caer actuó como una limpia guillotina. La testa pelirroja dio un par de giros sobre sí misma como un trompo agotado y se detuvo, mirándome, a centímetros de mi pie. Alicia, que había estado observando divertida mi urgencia desde adentro de la oficina, cayó desmayada. Yo, sin saber qué hacer, atiné a llamar al ascensor oprimiendo el botón; regresó, abierto, y volvió a encajarse a veinte centímetros del piso. Nunca sabré cuán consciente estaba de mis actos en ese momento, pero recuerdo que vi el cuerpo inerte, acéfalo y con su atuendo marrón intacto en el piso del ascensor, miré la cabeza y pensé que no era justo que estuviera separada del resto del señor Maroni, entonces le di un pequeño puntapié al tiempo que me oí decir en voz muy baja: “Goooool”.

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