El viejo Chano miraba la foto divertido.

¡Qué cosas!

Aquel tipo raro había conseguido hacerle pequeño y meterle en un papel con una caja muy extraña.

Era él, sin duda.

Su piel, oscura y cuarteada, guardaba en sus arrugas cada surco de la tierra que había arado, segado y recorrido desde que era un criajo descalzo.

Nunca se había visto así. Era como si se saludase a sí mismo desde el otro lado y le hacía gracia. Estaba calcinado, curtido… ¡Qué uñas más largas…! Si madre viviera ya andaría persiguiéndole para dejarle aviado. Hacía demasiado tiempo que aquella santa mujer se había ido “a cantarle a Dios”, como decía su hermano Toño.

Miraba sin ver aquella foto y empezó a perderse en los años hasta que creyó escucharla…

“¡Vístete Chano!¡Corre! Hoy vas con padre a segar.”

Pasaba el día enredando entre las cabras y las ollas de leche cuando padre y los demás iban a los campos.

Les oyó levantarse como cada día desde que la mies estaba prieta y crujiente.

Por el ventanuco de la habitación se veía el cielo, aun oscuro. En camiseta y calzones se presentó en la cocina. Aun no llegaba a la enorme mesa de tablas macizas, pero su nariz sí olfateaba los deliciosos trozos de queso y de pan moreno que madre había puesto en los zurrones. Olía también a chorizo curado y a vino.

Se encontró con un vaso de leche tibia entre las manos y la cara sonriente de madre. Nunca le había mirado así, a la vez orgullosa y triste.

“¡Vístete Chano! ¡Corre! Hoy vas con padre a segar.”

Se atragantó con la leche y echó a correr. ¡Vaya si corrió! Le faltaban piernas para llegar al catre, coger los pantalones y una camisa y ponerse las botas. Olvidó la leche y el tocino y salió como un borriquillo desbocado. Madre alcanzó a peinarle y a ponerle su sombrero de paja.

Se presentó a padre como un soldado ansioso a la espera de las órdenes del capitán.

Y padre le dio una zoqueta. ¡Su primera zoqueta! No se lo podía creer. Se la puso nerviosito perdido. Padre le ayudó a amarrársela entre divertido e impaciente.

Su hermano Toño le dio una hoz pequeña y dentada, la que padre le regaló a él la primera vez. La había envuelto en un trozo de cuero para que no se cortase. “Cuidado con los dedos, Chanillo. Es fácil perderlos”

Casi lloró. Aquello era un tesoro ansiado y por fin era suyo.

El colmo de la felicidad lo trajo madre. Colgó de su hombro un morral pequeño, con su trozo de queso y su pan. Estaba preparado.

Aun no había amanecido. A pesar de que los campos no estaban lejos, padre siempre salía con la fresca de la madrugada para adelantar el trabajo en las horas de menos calor.

Por cada paso de padre, él tenía que dar tres o cuatro, pero iba orgulloso, sintiéndose importante.

Padre repartió los surcos, tres por cada segador.

“Este es el tuyo.” Entre los tres de su hermano Toño y los tres de padre, habían dejado uno para él.

Las espigas estaban altas, preñadas de grano y el surco parecía no terminar en ninguna parte.

Se inclinó padre detrás de él, sacó con cuidado la hoz del cuero y le enseñó a tomar la mies con la mano izquierda, en la que tenía la zoqueta, y a cortar, tomar y cortar.

“No mires cuanto te queda. Ve poco a poco. Cada tres cortes, amontona la mies. Luego la recogeremos.”

Y allí estaba, con su hoz, su zoqueta y su surco, a punto de hacerse hombre. Y comenzó…

Tomar y cortar, tomar y cortar.

A los lados, padre y Toño parecían volar con sus hoces. Se escuchaba el sonido del filo contra la mies, zas, zas, zas, como si hubiera un tambor en algún sitio y siguieran su ritmo.

Él empezó a imitarles

El sol había salido hacía rato cuando se dio cuenta de que la espalda le dolía enormemente. Tenía calambres en los brazos y en las piernas. La pequeña zoqueta le había levantado la piel y la palma de su mano derecha casi no podía sostener la hoz por los roces y las heridas. Le quedaban unos pocos metros del surco. Padre, Toño y los demás ya habían apurado los suyos y esperaban al final del campo, animándole.

Cuando terminó, el sudor le cubría todo el cuerpo y el polvillo del cereal flotaba alrededor de su ropa. Se le nublaba la vista del esfuerzo.

Padre le cogió en volandas, riendo y le cargó a hombros.

Al lado de la carreta ya estaban sentados todos con sus morrales abiertos, dando cuenta del almuerzo de las diez, compartiendo los botijos con agua fresca y las botas de vino. Todos le saludaban con calor, como a uno más.

Sintió la foto de nuevo entre sus dedos y recobró la lucidez.

Aquel retrato le mostraba lo viejo que era, lo trabajado que estaba, el tiempo transcurrido desde aquel primer día… “¡Vístete Chano!¡Corre! Hoy vas con padre a segar.”

Ahora decían que había una máquina que podía hacer el trabajo de 70 hombres en unos días.

¡Eso estaba por ver!

Guiñó un ojo al Chano de papel brillante que le sonreía al otro lado de la foto y se caló el gorro hasta las cejas.

“Viejo… estás viejo…”

Foto de Arturo Cerdá y Rico «El de la fandanguera»

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