Debió tener tiempos mejores: amaneceres en los que las pezuñas de los mulos restallasen sobre sus adoquines, atardeceres en los que algún grano de cereal se adentrase entre sus grietas, mediodías plagados por un reguero de niños con las rodillas sucias. Sin embargo, ahora, la calle yacía sobre la penumbra de las farolas.

Las campanas sonaron siete veces, marcando el cambio de guardia sobre las pizarras que techaban la iglesia: los mirlos volvían de los campos y se posaban sobre la veleta, mientras las últimas hebras de sol se batían en retirada.La calle permaneció anclada a su estertor de silencio, un gato tiznado de naranja acechaba sobre la tapia el canto de los grillos.

A cientos de maletas de distancia, un semáforo enhebró pespuntes verdes y rojos en la manta deshilachada de aquel cementerio de discos compactos que alfombraba la acera. Las voces hervían en una sopa, de tonos graves y agudos, aderezada con el pitido de los cláxones. “Te doy cinco euros.” El negro asintió, como si con el movimiento de su cabeza pudiese saciar la sed de los baobabs.

El pastor alemán le lamía la mugre de las manos. Los ojos de la muchacha olían a diazepam y a vino barato, cabeceaba mientras por los dienten que le faltaban huía la noche, parecía un sarmiento desgajado sobre el escalón de entrada al cajero automático. La muchacha soñó que su madre le lavaba las manos, con un estropajo áspero como la lengua de los perros.

La pareja pidió otra cerveza y el camarero se acercó a servirles. No solía fijarse demasiado en los clientes de su terraza, pero no pudo evitar escucharlos. El hombre no hacía nada por disimular las lágrimas y la mujer se ocultaba tras las volutas de humo de un cigarrillo.

-La culpa fue tuya Iván, te marchaste de mi vida, después de todo lo que habíamos vivido juntos, ya no podrás ser nunca mi pareja, no luchaste por mí –dijo ella.

-Tú fuiste la que corto, sólo respeté tu decisión y mira qué me dolió. No me culpes, yo todavía lloro –dijo él.

Desde la portería podía ver algunas mesas de la terraza de enfrente y al músico ambulante que cada noche vendía su alma con un acordeón por unas monedas. Era el último portero que quedaba en el barrio, una antigualla próxima a la extinción. Siempre había sido el último en todo: en una familia de seis hermanos, en la escuela, en marcharse del pueblo en busca de un mendrugo de pan.Cuando llegó a la ciudad lo que más le asombró fue el sol. Su luz era extraña, se derramaba sobre las avenidas acariciándolas con la suavidad emergente de los maizales. En los montes, el sol cae a plomo sobre las lomas martilleandolas como se fueran una barra de acero en la fragua. Pero hacía tantos años de aquello, que apenas lo recordaba. Su mirada se dirigió hacia la pareja, algunas noches le gustaba imaginar las conversaciones de los transeúntes, que se detenían a tomar una copa en la terraza. El hombre parecía llorar y la mujer mostraba una especie de mueca, que podía interpretarse como media sonrisa. Seguro que eran dos compañeros de trabajo: él desahogándose de algún problema surgido en la oficina y ella, resignada, aguantaba las quejas intentando poner buena cara con la ayuda de la cortina de humo de su cigarrillo. Perdió el interés por los dos desconocidos y se sumergió de nuevo en sus recuerdos. En su pueblo hubo un tiempo en el que los bares, también, estaban llenos de historias y el aroma del vino joven se expandía entre los platos de altramuces, y los gatos restregaban su pelaje atigrado contra las piernas de los hombres bajo las mesas.

El minino tiznado de naranja permanecía al acecho de los grillos sobre la tapia. En sus pupilas se reflejaban los destellos grises del cemento erosionado que cubría la placeta. Pero los grillos no llegaron; por no quedar, no quedaban ni ratones, ni chuchos de los que huir, ni beatas a las que mendigar un cuenco de leche.

Las fachadas, antes claveteadas por aros que sostenían los geranios en flor, estaban desconchadas. La cal se les desprendía como una camisa de culebra; pero no porque las bichas crecieran, sino todo lo contrario, los edificios se iban trasformando en lombrices y cualquier retazo de piel les venía grande. Las puertas se asemejaban a una hornacina de donde los santos se habían fugado en busca de otros paraísos más prósperos, dejando tras de sí un rastro de madera deshecho por la carcoma.

Una lechuza sobrevoló el dédalo de callejuelas que nacían de la plaza: un manojo de líneas y recovecos que se entrecruzaban hasta morir en los umbrales de los barbechos. O más bien eran los huertos abandonados, los que invadían con un ejército de zarzas los límites del pueblo. La rapaz se posó sobre el campanario. El reloj sonó doce vece, anunciaba el alumbramiento de otro día; sus agujas no imaginaban que nadie arrancaría esa noche las hojas de los almanaques.

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