Y a ella le da por mirarlo cuando quedan cinco minutos, y dos, y también uno. Levanta la cabeza, por encima de aquel bosque de más cabezas, que deberían estar concentradas, a la tarea, como dijo la seño, que si no es para casa, que es que no me estudiáis nada, siempre de pitorreo, todo guasa, risa que risa; y no, nadie trabaja, pero al menos hacen como que trabajan. Al menos. Pero no, qué va; trabajar a los siete años sería demasiado correcto, y demasiado es malo. También lo dijo la seño, algún día. Y así es que empiezan a aburrirse de la correctidad, del corregismo, del correcteo, y no sé cómo se dice, cómo será, y qué más da, que eres tonto, muy tonto, y tú más, y toma que te clavo el lápiz, pues yo te tiro la goma, pero eso no, bobo, que hace daño, mejor papel. Y vuelan las bolas de papel de origen incierto y destino desconocido, y algún que otro avión las mira con desdén, que él planea, que va más suave, más tranquilo, sin prisa, ya llegaré. ¿A dónde? No sé. Si es a la ventana, gracias. Y ojalá que la ventana esté abierta, y pueda salir a ese patio al que no llega la hora de salir. Y qué hago yo mirando este avión, que vuela bien, sí, pero nosotros volamos más bonito. Yo y él, juntos. Y la seño que no nos suelta, la muy seca. Pero sí, la seño se da cuenta, a la vigésimo séptima bola que le da, al decimoquinto lápiz que pisa, al millar de gritos que piden, no a voz, sino a entropía, a esa entropía tan perfecta que caracteriza a un aula de siete años, que ya es hora de salir. Así que se rinde, desiste, y él es el primero que se levanta y lidera la tromba de personitas que salen corriendo en busca del columpio, del tobogán, de los juguetes, de más risa, sobre todo más risa, donde la haya, la dé quien la dé.

Y ella lo busca. Sale y lo busca. Y lo encuentra. Con la pelota, cómo no. Siempre con la pelota, el pesado. Pues no soltará la pelota ni para ver las dos coletas que se ha hecho para venir hoy a clase. Pero bueno, da igual, que yo voy y lo agarro, y me lo traigo conmigo, que ya se lo quiero decir. Y ahí que va y le tira del brazo. Y los amigos que le silban, que le chiflan, que le vacilan, pero él que no se sonroja, solo pone cara de no entender lo que pasa, que no sabe a dónde lo llevan. Y ella que lo sienta en un rincón, donde se encuentran, desperdigadas, las culetras, esos cubos de madera con letras, y directamente agarra este, y aquél, y el de más allá, y quita, bobo, que la que me falta está detrás de ti. Y ahí que le planta delante la palabra AMOR, y espera. Ella espera a que él caiga, a que le responda, a que haga algo. Y él que se queda mirando, mirando, mirando, hasta que coge el primero y lo lleva hasta el final, y transforma AMOR en MORA. Y ella niega; no, así no, eso no era lo que quería. Así que busca, busca alrededor, y encuentra. Y agarra más cubos, y convierte MORA en ENAMORA. Y luego piensa, se dice que no es lo suficientemente explícito, que éste que tengo delante se chupa el dedo todavía, y cogiendo un par de cubos más lo transforma en ENAMORADA. Ahí sí, ahí tiene que pillarlo. Pero él fija la vista un poco más allá, donde han quedado sueltos un par de trozos de madera más, y se relame los labios. Cambia la R por la N, y pone al principio una LI. ENAMORADA se queda en LIMONADA. A ella ya le está entrando la pataleta. Si no entiende lo que siente por él, al menos que se lo reconozca; quita la LI, que le suena a chino, y señala con una mano la palabra MONADA, mientras con la otra se señala a sí misma. Él la mira con el mismo gesto bobalicón, y sigue sin estar por la labor; recupera la LI, le da la vuelta, quita MONA, que no le gusta, y planta una T en medio. De MONADA a DÁTIL, y todo explota. En dátil es cuando ella pierde la paciencia, revienta, grita, chilla; y salta a por él.

Y ahí empieza todo. O ahí termina. Empezar, terminar, comenzar, acabar. Qué más da. No es tiempo de palabras. Las palabras ya han tenido su turno; ahora le toca a la piel. A ambas pieles. Que se toquen. Que se rocen. Y las restantes personitas que se acerquen en marabunta a contemplar el acto. Y yo que te golpeo en esa cara tan bonita, pero de bobo, que tienes; pues yo que te tiro de esas coletas, que ahora que me fijo bien son estupendas para los tirones; pues yo te doy una patada; yo te muerdo; yo te chillo; yo te escupo; yo; yo; yo. Y así se hace el amor a los siete años, mientras todos los demás miran, envidiosos, y gritan, eufóricos. Sí, a los siete años el amor no se hace, se deshace, que es más difícil de hacer todavía. Y deshaciendo el amor, desnudándolo, quitándole esa máscara, es como se la conoce, y no se la olvida. Hasta que llega de nuevo la seño, corriendo, para deshacer lo indeshacible, y los pone a cada cual mirando un trozo de pared, mientras el resto de la clase se retira decepcionada, con la excitación todavía en las pupilas, y un avión de papel cae tímidamente en medio del patio.

Ella refunfuña, diciéndose que solo un trozo de chicle reseco pegado en ese pedazo de pared puede ser más feo que él. Él no comprende que ella no haya entendido que se la quería comer de amor.

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