Estrella Solitaria

Estrella Solitaria

Calele

07/03/2019

La historia comienza a inicios de los ochenta. Eran los tiempos en que la calle era el lugar donde se jugaba y aprendía que es la vida, donde se compartía entre amigos y donde también se convertía uno en hombre, aprendiendo malamente de sexo con los cuentos de otros y mirando revistas pornográficas, se aprendía a pelear y el arte de desaparecer cuando se trataba de un tontón mayor y no había posibilidades de una pelea justa.

Ese día estaban sentados sobre la tierra, junto a la calle por donde hoy pasan tanto autos que sería imposible estar y donde hoy ya no quedan tampoco centímetros cuadrados de tierra, porque el crecimiento del país ha permitido que todo sea pasto verde y cemento lleno de modernidad.

En ese momento era el lugar perfecto para conversar entre chicos y descansar extasiados, luego de haber jugado a la pelota durante horas. Ese día sus piernas estaban sucias de tanto correr, las zapatillas que calzaban mostraban sus lenguas cansadas y roídas por el desgaste, pero se sentían los dueños del mundo luego de hacer un gol en la pichanga de ese día, como si se tratase de la final del mundial en cada partido que se disputaba. Prueba inequívoca de la entrega de ese día era sus caras que mostraban los surcos del sudor salado y como este había corrido con furia por sus caras de niños.

Comenzaba el crepúsculo del día y esperaban que sus madres cumplieran con el ritual de obligarlos a entrar porque recién había oscurecido, ya que eran los tiempos de la dictadura en Santiago de Chile en esos años, por lo cual estar en la calle – a pesar de que vivían en un buen barrio de Ñuñoa – no era un buen lugar ni tampoco uno seguropara niños, ni tampoco para gente que se apreciare de decente decían las abuelas.

La conversación giraba en torno a la televisión a color que recién se masificaba por esos años y como las mujeres jóvenes que aparecían en esos aparatos comenzaban a despertar sus apetitos, la conversación giraba en torno como los senos de ellas se traslucían y todas esas bravatas de niños que comienzan a entrar en la pubertad, en realidad todo tenía un fin que no era otra cosa que mostrar quien era el líder del grupo. Este detalle superfluo es extremadamente importante para entender como ese día y porque se sucedieron los hechos caóticos que tanto afectarían las noches posteriores de uno de ellos en especial.

Los 5 niños, cuyas edades iban entre los 9 y 11 años, vieron venir a lo lejos a un militar que vivía en el sector, era un oficial de alto rango y por aquellos años nadie se acercaba a su casa por evitarse problemas – la leyenda decía que pertenecía a los organismo de seguridad del estado así que nadie habría osado molestarlo, claro, hasta ese minuto.

Caminaba con su uniforme plomo burro, con gorra de oficial y zapatos negros bien lustrados, su bigote coronaba su cara de militar sudamericano.

Como una broma inocente, el mayor de los chiquillos con un extraño humor musitó – Apuesto que nadie se atreve a gritarle «milico culiado» – pensando que todo quedaría en risotadas mientras pasaba junto a ellos el milico de la cuadra.

Perplejos y atónitos, el menor de los muchachos exclamó dejando sus pulmones sin aire y gritando a viva voz «milico culiao» – haciendo que cada letra entrara en cámara lenta por los oídos del soldado que en ese momento estaba a no mas de 20 metros de ellos.

En un acto de valentía extrema, el soldado de plomo sacó su revolver de cañón corto y se acercó al grupo de niños y que a sus ojos eran una amenaza a su integridad física.

Sin que su mano temblara, exclamó con fiereza – ¿quién grito eso? – los índices de cuatro de ellos apuntaron al unísono al creador intelectual de la afrenta a pesar de no haberlo dicho ni hecho.

Como si se tratase de una película de guerra y sin titubeos, extrajo su revolver amenazador y se acercó al grupo de niños como si fuera a atacar a un enemigo armado. Con pistola en mano y apuntado a cada niño de manera alternada, con el rostro duro como si fuera a petrificar a alguien y convertirlo en historia, se acercó lentamente.

Los niños comenzaron a llorar e inclusive uno de ellos se orinó de miedo, pero ese no era pretexto para que ese milico insultado preguntara al culpable a sus ojos: ¿dónde vives?

«Ahí señor» logró hilvanar – indicando su casa que quedaba a mitad de cuadra…

¿eso te enseñan tus padres? -indicó duramente el hombre, tras lo cual enfundó su pistola y se alejó sin darles la espalda, a pesar de ver que se trataba de chiquillos….

Desde ese día y durante casi 2 años, todas las noches esperaba que una furgoneta estacionara frente a casa y se llevara a mi padre para convertirlo en un detenido desaparecido, fueron muchos años de terror. Cada vez que paso a ver a mi madre a la casa de mi niñez, recuerdo con amargura que «Así era la calle en tiempos de sombra».

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