Es un ser pequeño, uno que tiene cuatro años y ya se pregunta por la muerte. ¿Qué es la muerte?, ¿te vas a ir, papá?, ¿alguna vez estaremos juntos?, ¿nos reuniremos de nuevo? La muerte es noche, dice segura, la niña.

El padre, intentó explicarle que la muerte es transformación. Hoy somos humanos y estamos aquí, mañana podemos ser un águila, un caballo o un alacrán. Le dijo que no se preocupara por la muerte, que disfrutara del aquí y ahora. Pasado, presente y futuro. ¿Qué quiere decir eso?, ¿acaso no son la misma cosa?

Ojalá pudiera explicarle a ese pequeño ser que la vida son instantes, pequeños momentos fugaces que se van; que la verdad más cercana que conocemos es la intuición. Que la verdad y la vida es como aquél rayo que Heráclito relata: estruendoso, lleno de luz, momentáneo, verdadero.

Explicarle que es mejor estar despierta en este mundo, para poder ser sensible ante ella y así, escucharla y dejarse guiar por ella. Estar despierta en lugar de preocuparse por el futuro incierto, no escrito, no dicho. El futuro que no existe y que tal vez ha sido una mera invención del hombre.

¿Estaremos en esta casa cuando nos transformemos, papá?, ¿en qué se van a transformar Ringo y Codinchi (sus perros) cuando mueran? Dijo la pequeña asustada. Se le podía ver en su rostro que en ese preciso instante la incertidumbre se posesionó de ella.

No sabemos que sucederá mañana, contestó su padre (sí, aunque suene a cliché). Eso fue lo que aprendieron una vez más sus padres cuando les tocó vivir junto con la pequeña en carne propia, en su hogar, el sismo ocurrido en la Ciudad de México el día 19 de Septiembre de 2017. Una fecha que jamás se olvidará, una fecha en donde algo murió y se transformó. No sólo físicamente, pues su hogar quedó inhabitable, sino que el espíritu de cada uno de ellos pereció, se transformó y cambió.

El padre le dijo a la niña, “tú, cuando seas viejita y ya hayas vivido lo que hayas decidido vivir, te van a salir unas grandes plumas blancas en todo tu cuerpo; así como cuando naciste, (haciendo alusión a la grasa blanca, pura, que todo recién nacido tiene cuando acaba de salir del vientre de su madre. Esa grasa que los mantienen con calor y protegidos. El padre, en cuanto vio que su hija salió del vientre de su madre, siempre dijo que lo que tenía eran plumas, como el águila que es ella, según el horóscopo maya) ellas te van a elevar, volarás por encima de las montañas y contemplarás el mundo entero.

Puede sonar un tanto sorprendente que una niña de cuatro años ya se esté cuestionando sobre la muerte. Reflexiono y me doy cuenta de que en la actualidad el concepto muerte tiene una gran carga negativa. La concebimos como el fin de algo. El fin de la vida; ya no poder realizar las acciones pertenecientes a ella: comer, dormir, despertar, reír, llorar, divertirnos, enamorarnos, estar con nuestros seres queridos y la lista puede seguir y seguir. Pero, ¿de verdad vivimos?, ¿o lo que vivimos es un prototipo o un ensayo de lo que la vida es realmente?

La muerte no sólo es la omisión de la vida, es decir, cuando un ente deja de respirar, su corazón deja de latir y su cuerpo comienza a enfriarse. La muerte está con nosotros día y noche y sin darnos cuenta, convivimos con ella constantemente y nos permite transformarnos, la muerte abre camino a algo nuevo.

Un ser nace pequeño, frágil, necesitado del cuidado de sus padres en todos los sentidos; ese ser, a los veintiocho días deja de ser considerado recién nacido para dar paso a ser un bebé. Una parte de ese ser murió, dejó atrás el término médico y social que se les atribuye al nacer porque creció, subió de peso, utiliza otra talla de ropa, etc. Vaya, que qué mejor ejemplo podemos poner que el de un niño que cotidianamente muere, cambia y se transforma. En algún momento el niño deja de necesitar del pecho de su madre, deja los brazos de su padres y prefiere caminar; se caen sus dientes, deja el pañal, duerme solo en su cuarto, comienza a hablar, etc. Nos damos cuenta entonces, que el párvulo día con día se enfrenta a la muerte que finalmente desemboca en una transformación física, mental y espiritual también.

La diferencia entre él y el adulto es que para el niño es natural este andar por la vida, lo aprehende en su ser más profundo, lo acepta y vive con eso. Diariamente se transforma.

En cambio, un adulto es rígido, determinado, “acabado”. Llegamos a una edad en donde ya damos por hecho que nuestro desarrollo se ha completado, es decir, lo dejamos meramente en un ámbito físico-biológico únicamente, caemos entonces en un estado de comodidad o apatía. Como consecuencia de esto, nuestro espíritu, nuestro ser, perece, se acartona, cada vez es menos real, cada vez es más fingido. Entonces, cuando nos enfrentamos a la muerte no sabemos qué hacer ni cómo abordar el tema.

Sí, nos cuesta el cambio, nos duele, no lo queremos aceptar y a base de “golpes” uno no tiene más remedio que seguir por el camino inhóspito, oscuro, sin suelo y por ende, tenemos miedo de perdernos en él.

No debería ser así. No queremos darnos cuenta de que la muerte está aquí y ahora. Que entre la vida y la muerte hay un juego perfecto que se complementan y que al final, son la misma cosa. Nuestros ojos están vendados y no nos damos cuenta de que la muerte es potencia transformadora y fuente creadora; la posibilidad de tal vez ahogarnos, morir de dolor, morir de desesperanza y amargura pero que es gracias a ella que podemos ser creadores desde nuestro más profundo ser y así, crear una bella obra de arte de nosotros mismos.

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