La galleta de canela y el arte de la felicidad

La galleta de canela y el arte de la felicidad

Os voy a contar la historia utilizando a Ramón, un empleado de banca de lo más normal que ni siquiera sospecha que lo voy a mostrar como sujeto de ensayo.

Ramón está en su casa, escuchando música, sintiendo que está tranquilo y feliz. ¡Qué sensación de placer al reconocer una melodía, una frase musical! Su cerebro segrega dopamina, la sustancia que reduce el estrés. La música le trae a la memoria algún instante, algún momento feliz que recuerda con cierta intensidad.

Mientras Ramón está sentado en su sillón, los últimos avances científicos indican que la relación entre el cerebro y el estómago es más estrecha de lo que se creía, hasta el punto que existe una conexión llamada eje cerebro-intestino, y que las bacterias intestinales son en buena parte responsables del aumento de la serotonina, la sustancia que desencadena los mecanismos de recompensa del cerebro.

Podría ser entonces que la felicidad que siente Ramón al escuchar música no es más que química. La búsqueda de la felicidad, uno de los conceptos más analizados desde el punto de vista filosófico, se podría reescribir en forma de reacciones biológicas. El placer, la alegría, el bienestar, se reducen a alcanzar el equilibrio bioquímico. Los sentimientos se podrían obtener en el laboratorio, en todas las personas por igual, del mismo modo. Con la adecuada concentración de neurotransmisores, se podría reproducir la misma sensación con igual intensidad y evocando el mismo recuerdo.

Pero al parecer, Ramón tiene hambre. Se levanta, abre en la cocina el bote de galletas y huele su contenido. No hay nada como el olor. El olor te transporta a otro tiempo, a otro lugar, a otro sueño. Si es desagradable, se clava en el cerebro como una aguja y si es bueno te permite respirar, segregando serotonina a chorros, porque te lleva a otros instantes en los que fuiste intensamente feliz.

La ciencia se empeña entonces en sistematizar los sentimientos, a una acción la misma reacción, así que vamos a estudiar con curiosidad las sensaciones que un mismo estímulo pueda despertar en el sujeto en distintos instantes. El olor de una galleta de canela, por ejemplo. El olor de una simple galleta de canela puede despertar en Ramón el recuerdo feliz de la casa de la abuela, sus besos apretados, de los que todo niño huye pero que busca al mismo tiempo, sabiéndose querido y cómplice, como un candoroso chantajista.

―Ramoncito, dame un beso.

―No.

―Ven, si me das un beso te doy una galleta.

―Pos vale.

Y ese beso dado de azúcar y canela, húmedo y cariñoso, se graba para siempre en las circunvalaciones neuronales de Ramón como recuerdo de la infancia, ese paraíso perdido en el que las cosas eran simples, se sentía con intensidad y no se tenía esa sensación perpetua de infelicidad. Si se jugaba, se jugaba a conciencia, no había más que el aquí y el ahora. Si se sufría, se sufría sin paliativos. No había más allá que ese doloroso raspón en la rodilla.

El olor de la galleta de canela le transporta sin aviso y sin billete a ese instante, ese momento feliz, feliz porque era ingenuo, y Ramón daría lo que fuera, con suspiro incluido, por volver a probar la galleta de canela de las manos de su abuela.

La galleta de canela también puede llevar a Ramón a ese café, compartido sobre una mesa de mármol, como prolegómeno de los juegos del amor. Ha quedado y es la primera vez. Y está nervioso. No sabe cómo interpretar esa mirada, ese gesto con el que ella se ha apartado el pelo de la cara. Y sorbe el café. ¡Maldición, quema y se ha abrasado! Y abre con cierta torpeza el envoltorio, de un plástico demasiado duro o demasiado blando, nunca hay un término medio. Y muerde la galleta. Sabe a canela y caramelo crujiente. Y en ese instante la mira a la cara. Sonríe y le escucha. Eso es la felicidad.

La misma galleta de canela nos lleva, junto con Ramón, a una reunión de trabajo. A punto de que el jefe dé el visto bueno a ese trabajo que le ha llevado meses, a ese trabajo que es crucial. ¿Servirá la galleta para tranquilizarle y llevarle a su espacio privado de paz mental?

―¡Está todo mal, Ramón! Tienes que repetirlo enterito, para mañana.

¡Pues no! Ramón piensa que será mejor que no se coma la galleta, porque le dará ardor de estómago.

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