El supermercado es un área vital de todo barrio; sí, el pasillo o la parada del bondi tiende a generar charlas efímeras, pero donde se hacen las compras es el lugar en el que se caen las caretas. Puede ser enorme o chiquito, con estacionamiento o sin, pero todos contienen un contenido variopinto de personajes, los cuales, por lo general, se conocen a través de miradas y breves saludos. El de mi barrio no es la excepción.

La historia que voy a relatarles es 100% verídica.

Como todos los Viernes me preparo para ir a dar una vuelta al súper en busca de suministros que me permitan subsistir durante el resto de la semana. Pongo a lavar ropa así cuando llego está lista y salgo, disfrutando de un momentáneo lapso de razón.

Al llegar voy llenando el changuito con las cosas necesarias: pan, tomates en oferta, yerba, lo normal. Sacaron la promoción de 2×1 de alfajores Milka, me puso mal eso.

Pero no importaba, porque ya tenía mi carro lleno hasta 10 centímetros, lo que significaba alrededor del 30% de mi sueldo. Así que me dirigí hasta la caja donde delante mío había una anciana sorprendentemente menuda, de la altura de Bilbo Bolsón más o menos; siempre la veía esperando el colectivo pero tenerla tan cerca y sentir su aroma a tabaco de La Comarca fue muy especial. Cuando llegó mi turno simplemente dejé mis cosas en la cinta de goma y el cajero las fue pasando con las pocas ganas de vivir que sólo un empleado de supermercado puede poseer.

Mientras embolsaba mis cosas le llegó el turno a Bilbo, llevando tan sólo cuatro botellas de cerveza negra; así cualquiera vive tanto. Mientras contaba moneda por moneda, detrás suyo había una mujer muy alta, con labios rellenos de alguna sustancia ajena a su cuerpo y lentes oscuros, portando una actitud soberbia, e iba de la mano con un crío de escasa edad. La había visto en mi edificio pero siempre de lejos, pues se mantenía alejada de plebeyos como yo.

El infante comenzó a juguetear con la mercadería que su madre llevaba y accidentalmente metió los dedos en el final de la cinta de goma, arrastrándolos hacia la perdición. Por supuesto no le pasó nada porque no es que la banda esa termina en cuchillas de acero pulido, pero su madre no pensó igual.
—¡PENDEJO DE MIERDA, QUÉ CARAJO HACÉS! —gritó con furia— ¡PELOTUDO, TE PODRÍAS HABER ARRANCADO LOS DEDOS!
—Flaco, ¿me das más bolsitas? —le pregunté al cajero, quien parecía distraído con algo.
—Sí… —respondió él sin mirarme, y entonces comprendí que estaba atento a la mujer que gritaba.
—¡SUPERMERCADO DEL ORTO, PUEDEN MATAR A UN PIBE CON ESTO! —los gritos de la dama comenzaron a ser hirientes, desgarradores, y la gente se amontaban alrededor para averiguar de qué se trataba. Hasta los policías de la entrada, quienes si los juzgamos por su metabolismo bien podrían ser maniquíes, se acercaron para ver qué ocurría.

Yo no pude con mi genio y comencé a reírme. La mujer quedó estupefacta ante mi reacción y me lanzó una de las botellas de Bilbo, pero su puntería se veía afectada por su ira, por lo que se estrelló sonoramente contra el vidrio que hacía las veces de pared. Por supuesto eso hizo que todo sea más gracioso, tanto que se me cayó mi paquete de «Avícola Carcarañá — 12 Huevos Blancos», generando un enchastre en el piso que se mezcló con la cerveza derramada.
Mientras ella continuaba con sus ataques, los otros compradores creyeron que se trataba de una obra callejera, por lo que empezaron a aplaudir y reír con ganas. La locura invadió a la madre del pequeño, quien ya superado el susto bebía una Mirinda ávidamente, indiferente ante la situación. Comenzó entonces a reemplazar sus gritos por frases en un idioma tétrico, oscuro. Sus palabras se distorsionaron, los vidrios se tornaron opacos y las luces titilaban, estallando incluso algunas lamparitas.
En cuanto desplegó sus alas de color rojo sangre comprendí todo. Un demonio del palio, en el mercado de mi barrio. Una criatura cuyo único deseo es la destrucción y el caos, regocijándose en el placer de sus víctimas caídas.

Sin pensarlo dos veces desenvainé mi hacha de combate (nunca voy al súper sin él), dispuesto a enfrentar a la criatura. Lancé mi primer ataque pero fue demasiado débil, sumido aún en mi histérica risa, siendo agravada por las de las demás personas que aún creían se trataba de un acto y lanzaban monedas y flores.
El demonio no se amedrentó ante mi triste ofensa y giró su puño izquierdo, completamente hecho de acero. El golpe pasó demasiado lejos de mí pero acertó en Bilbo, quien desapareció al instante, dejando únicamente la bolsa de las compras decorada con cuadros de colores, típica de las abuelas. Tal ofensa fue inaceptable.

—¡Bilbou! —grité con tonada a lo Frodo, y planeé mi siguiente ataque.
—¿Sabes quién sacó la oferta de 2×1 en alfajores Milka, patético mortal? —preguntó ella para hacerme perder el control— Fui yo, y junto con esa también removí la de Sprite de 1.5L gratis con la compra de un Gancia.

Su maldad no conocía límites. Sin perder tiempo en pensar, salté sobre el monstruo y descargué toda mi fuerza sobre mi hacha.

El demonio era demasiado rápido y esquivó fácilmente mi ataque, el cual acertó en el pequeño partiéndolo en dos. Mi contrincante, tras sobrevivir dos de mis cargas, creyó estar en una posición ventajosa y arremetió contra mí. Aprovechando su carrera salté hacia un costado y ensarté mi hacha horizontalmente en su estómago, convirtiéndolo en una pila de cenizas candentes.

La gente comenzó a aplaudir entre el humo que había despedido la explosión del demonio, y tras envainar mi arma, tomé mis bolsas y salí, disfrutando otra tarde de agradable contacto social con los vecinos de mi barrio.

FIN

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