Tantas cartas dedicadas a mi querido amor, a mi amada. Hoy esas palabras suenan obsoletas, gastadas. La aspereza del tiempo las ha mancillado de frialdad y costumbre.
Escribo con desamor, con la desazón que padece un alma luego de haberlo dado todo. Luego de haberlo tenido todo.
Dices que guardo mucho silencio, que estoy callado en la mesa, que ya casi ni te miro.
No sabes pero estando en silencio viajo intermitentemente en mi memoria y encuentro regocijo tan solo en mis recuerdos. Cuando lo que ignorábamos del otro nos volvía más excitantes, más atrayentes.
Cometimos el error de jurar amarnos eternamente, el amor parecía eterno ese día y lo era. Ese día no comprendíamos la inmensidad de la palabra eterno. Ahora lo entiendo; eterna puede ser una relación, como lo es la nuestra. Mas no el amor. El amor varía, se transforma, florece y también puede marchitarse. El amor puede envolverse como una crisálida y surgir como algo nuevo, pero también puede morirse si no se nutre de felicidad y gozo.
El tiempo, los años; nos volvieron confiados, consecuentes. Nos volvimos predecibles, demasiado.
Por eso hoy estoy doliente. Por eso camino hacia la puerta en mitad de la noche. No tropiezo pese a la oscuridad porque conozco esta casa, aunque jamás la he sentido mía, aunque no elegí donde irían los muebles. Miro el helecho; ese junto a la mesa del teléfono, ese; al que conversas palabras más dulces que las que me has dicho, lo veo y sé que me observa con mirada acusadora.
No hago ruido, porque no quiero el llanto; aunque quizás no llores; porque no tengo respuestas a las posibles preguntas, si las hubiera. Porque creo que más de una vez has fingido estar durmiendo y hoy no hay razón para creer algo distinto. No somos uno, ya no, no sé cuando dejamos de serlo. Dejo todo, solo me llevo una maleta. Dejo una casa que no es mía; muebles que no me pertenecen; dejo una cama y a la persona en la cama; que finge estar durmiendo mientras me marcho.
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