Mi nombre es Felipe. Soy estudiante de cosmología y graduado en filosofía. Me preocupa el crecimiento desbocado del planeta que trae aparejada la amenaza de su extinción.
Hace un par de años organizo los papeles del Profesor Mayta, docente universitario, y soy el ayudante en sus extraños experimentos. Mayta, un mestizo espigado, pelo entrecano y ceño adusto, es una eminencia: biólogo, físico, filósofo y medio loco. Aunque septuagenario, posee una vitalidad juvenil. Lo acompaño en una investigación que aspira a “sincronizar” los cerebros de dos personas para lograr una producción uniforme de ideas y vivencias. Esto me ha significado fatigosas sesiones con la cabeza llena de ventosas y cables. Pero la verdad es que, conectado con el profesor, comencé a generar ideas extrañas que no eran las que corrientemente pasan por mi mente. De todos sus insólitos inventos debo reconocer que éste es el que más promete. Mayta encargó a los electrónicos de la universidad eliminar cables y comprimir todo en sendos chips.
El tema reiterado de nuestra conversación diaria giraba en torno al momento político: el examen de factores de contaminación, desarrollo desbocado, comportamientos egoístas, los intereses, la corrupción… Ahí era donde nuestro sabio, creyente, a menudo traía a colación el viejo problema filosófico: ¿Es el hombre bueno de nacimiento y, por circunstancias de la vida, se corrompe y deviene en malo, o es deshonesto por naturaleza? Yo, más bien agnóstico, le importunaba con preguntas como:
“¿Usted cree en la evolución?”
“¡Por supuesto!”aseguraba Mayta, como biólogo que se respeta.
“−Ergo, el hombre es creación de un Dios ludópata: que nos crea con instintos para, al mismo tiempo, dotarnos de una débil capacidad de control…”
“−Situación que nos hace libres y nos permite elegir entre el bien y el mal.”
“−Profesor −le contrariaba yo− tanto “el bien” y como “el mal” tienen su origen en las necesidades de supervivencia, mejoramiento y reproducción de nuestro rebaño de primates. El hombre no nace justo ni injusto sino, simplemente, con instintos convenientes o inconvenientes para su grupo. El refinamiento de nuestra convivencia se debe a nuestra mayor inteligencia, la destreza de las manos, nuestra posición erecta y otras condiciones, como nuestro rápido progreso tecnológico que suavizan nuestras relaciones.”
“−Tecnología que, a menudo, nos trae más problemas” –replicaba, evadiendo tocar el tema de la ludopatía divina.
“−Así es. Somos ora egoístas ora solidarios: una mezcla de ángel y de bestia. Ésta es una herencia de la evolución. La supervivencia es de los más fuertes, pero a la vez, de los más cooperadores.”
Esa noche decidimos adherirnos sendos chips detrás de la oreja y empezamos la comprobación de sus propiedades. Como lo advirtió el profesor, y sin darme cuenta, me vi transportado al pueblo de Sinope en el Ponto Euxino, una próspera aldea dedicada a la pesca del atún. Mayta quería entrevistarse con Diógenes, el cínico. Como nuestro atuendo del siglo XXI, era impropio, fuimos al mercado a cambiar nuestra tenida. El conocimiento del griego antiguo nos vino de perilla para comunicarnos. El profesor, para mi sorpresa, traía una cantidad considerable de oro en polvo que le permitió adquirir “electros,” divisa muy apreciada en la región. No nos costó encontrar a Diógenes, de familia acomodada, en un poblado relativamente pequeño. Nos recibió amablemente.
“−Por su acento, y dificultad para hablar el griego, se nota que ustedes vienen de occidente” −nos dijo, sonriente.
“−Queremos preguntarle, antes de entrar al tema, sobre la leyenda de Giges, pastor que encontró un anillo que lo hacía invisible y llegó a ser rey de Lidia. El cínico soltó una carcajada.
“−Esa es una leyenda. Pero nada de eso es cierto. Platón la popularizó para examinar hasta donde podría llegar un hombre cuando fuera invisible, es decir, si no tuviera testigos. Yo creo con Glaucón que el hombre no nace justo.”
“¿Entonces es cierto que usted andaba con una lámpara buscando un hombre honesto?”
“−Elimina lo de la lámpara que lo encuentro muy gracioso, pero sí, conversé con muchos en Atenas sobre este desarrollo desbocado del imperio, que nos trae aparentes riquezas, pero muchas preocupaciones, muchas guerras. El hombre crece feliz si lo hace interiormente. No necesita nada más que lo que le brinda la naturaleza para ser feliz. Y se explayó sobre la filosofía de los cínicos.
En ese momento me di cuenta que había soñado.
“−Profesor –lo desperté excitado –¡ha inventado la máquina del tiempo! ¡Hemos estado con Diógenes en Sinope!”
Mayta sonrió terminando de despertarse.
“−No Felipe. Hemos imaginado estar allá.”
“–¡Pero si sentí el aire y el olor a mar!”
“−Son mis recuerdos de cuando estuve en Sochi. El sincronizador ha hecho el resto. Lo importante es que he probado que funciona. Si le grabas información pertinente sobre el pasado, para tener realidad virtual aumentada, tienes la imitación de un viaje en el tiempo. Un transportador cuántico está todavía a nivel de un sueño lejano.” “¿Qué te pareció la entrevista en Sinope?”
“–Excelente, y compruebo que los hombres tenemos, desde siempre, manía auto-destructiva.”
“–Así es. Los cínicos, ‘los perros,’ eran la contracultura de su época, tenían preocupaciones análogas a las que tenemos ahora: criticaban esa adicción caótica al mejoramiento y la riqueza. Nos expandimos, sí. Pero nos extinguimos. ¡Si ya estamos preparando nuestro próximo salto a Marte! ¿No es acaso hermosa la tierra? ¿No vale la pena un esfuerzo máximo para detener su extinción? Es un asunto de prioridades. ¿Quién ordena parar este frenesí? Y aquí no puedo evitar recordarte versos del segundo monólogo de Segismundo:”
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
«–Para la filosofía el problema no es el “cómo,” siempre ha sido el “porqué” que no está respondido de manera convincente en los libros sagrados ni en las palabras de profetas políticos» –dijo Mayta y quedó pensativo…
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