Por el último agujero alcé mi corto cuello y salí, tenía la confianza de que saldría mudado del pasado.
Llevaba tiempo en que ya no sentía ningún movimiento nuevo a mis espaldas, solo el peso de la tierra que soportaba, una melancolía, como si estuviese en un otoño perpetuo día tras día, con un sentido caduco y a la vez permanente de las cosas. Harto de comer tierra y lombrices, deseé entonces arrancar con mis largas uñas algo más grande que aquel silencio, mi vista ciega se definiría entonces con un nuevo orden de conos y bastones para que la claridad no me dañase, pero sufrí otro daño diferente.
Dicen que “los poetas buscan la alquimia a través de un razonable desarreglo de todos los sentidos”. Yo era uno de ellos, un poeta, y esperé el momento. Al salir fuera ya no chillaría más, esa voz se apagaría en el túnel, la nueva sería más fuerte que el chirrío permanente de la cigarra, atravesaría montañas, aullaría. Estando fuera para siempre mis cinco garras largas y fuertes por fin tocarían, ya no lo haría con mi hocico y mi cola. Dejaría de ser primitivo. También pensé que me saldrían alas, alas para conseguir llegar allí donde el espacio no fuera límite. Mis fronteras entonces no pasaban de lo material: una raíz o un gusano. Me revolcaba en mi madriguera entre cosas minúsculas. También entonces no imaginaba que había otros límites, peores.
A pesar de nacer tocando el suelo con pies y manos, era muy primario, me sentía ameba, solo llenando la barriga con un hambre voraz y una conciencia diluida como la sal en el agua de riego de las berenjenas. Confiaba en explorar otro estado de conciencia diferente donde mis movimientos fueran capaces de pasar a otra acción y romper la monotonía de mis sensaciones, quería levantar mi cabeza más allá de esa opresión. Ya puesto a confidencias, te diré que siempre quise ser armadillo, espléndida armadura, agazapado en esa coraza capaz de hacer justicia por su cuenta. También quise ser humano, estaba ya harto de sentir sus enormes pisadas sobre mí día tras día. Al salir de mi agujero conseguiría calzar mis patas traseras como él, allí donde las uñas se me acortan les buscaría los zapatos más adecuados, ni muy apretados ni muy holgados, que me mantuvieran en pie. Dejaría por fin de ahuecar la densidad apelmazada del suelo, subiría a la superficie, ya no buscaría cámaras de aire, todo el oxigeno sería para mí —qué equivocado estaba—. Era un infeliz que vivía en ese mundo animado que se unía al inerte, lo más bajo pensaba entonces. Iluso, había otro más abajo todavía.
Mi padre decía que no era digno de la luz, era topo. Me tapó los ojos antes de nacer para no ver más allá y me hizo sentir que debajo de mi pelaje negro no había algo grande. Quería escapar de esa oscuridad, sentía solo la noche. Sin luz no podía haber emoción, estaba convencido de ello. La grandeza no podría estar en esa atmósfera asfixiante, la grandeza debía de estar fuera donde crecían las plantas, esas plantas a las que yo engullía por sus raíces sin conseguir alcanzar ni uno de los rayos que ellas atrapaban.
Aquel mundo subterráneo me confundía, echaba tierra fuera a uno y otro lado, creaba y deshacía sin llegar a ningún sitio. Sólo un ser, tan solo uno sin raíces, bastaría para que mi destino fuera otro. Y no volvería jamás. Saldría por fin ya de ese hueco de arcilla que me encerraba.
Quien está ahí, al otro lado, tú, tú debes de comprender por qué buscaba otro espacio, por qué buscaba un antídoto ante mi efímera y despreciada vida. Si no me hubiera sentido tan profundamente infeliz no lo hubiese devorado. Yo no era malo, solo empecé a detestar mi vida por lo que era y empecé a hacer daño cuando no lo sabía. Pensé que no me extraviaría ahí fuera —qué equivocado— estoy más encerrado de lo que he estado por haber querido andar recto y cambiar de hábito, por haber querido experimentar como se siente uno con el cuerpo de ese campesino en mi interior. Ya fuera le había descubierto. Era él. Era él quién dejaba sus venenos en mi galería, el que abandonaba sus trampas en mi madriguera, el que me hizo sentir sordo y ciego a la vez. Él me dio la idea y la forma. Al fin y al cabo solo me he zambullido de lleno en otra existencia. Él lo hace a menudo, engulle de todo: caracoles, serpiente, escarabajos peces, cangrejos ¿Y no lo encierran? Por comer me hace sentir despreciable, me deja en esta caja encerrado a cuatro límites esperando el final, cuando yo solo buscaba un camino intermedio entre la desesperación y la normalidad. Mala suerte haber encontrado a este ser capaz de juzgar como el armadillo y sin coraza alguna. Me siento herido de muerte en medio del combate de una existencia, ahora ya no pienso en tierra, solo en lodo, aquel horizonte que me imaginé ha caído, se desprende a pedazos, está más abajo de la sensibilidad de ese gusano que me comía entonces, pobre, al menos me mantenía ciego. Mejor me hubiera comido al armadillo.
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