—Buenos día, Alba, es hora de levantarse. Sabes que eres la única responsable de tu destino y de tu felicidad, ¿verdad? —La voz metálica de Leia, el sistema domótico instalado en su casa, le acababa de anunciar que estaba ante un nuevo día de trabajo.
—Cinco minutos más, por favor —contestó Alba—, me espera una dura jornada.
—Te recuerdo que debes esforzarte para ser la mejor versión de ti misma.
—¡Síííí!, salgo de la cama inmediatamente. ¡A comerme el martes!
—¡Así se habla! No olvides que estás en periodo de pruebas. En dos horas tienes cita para la entrevista psicológica de evaluación del nivel de felicidad. ¡Puedes con todo, ánimo!
Había que reconocer que Leia era fantástica. Los responsables de su empresa no podían haberle hecho un regalo mejor. Se había convertido en algo imprescindible en su vida. Era su agenda, su ayudante en el hogar y hasta su confidente. Estaba conectada al ordenador central de la compañía, con el que podía intercambiar información sobre las tareas que debía realizar, su estado de salud y sus necesidades y preocupaciones. Todo pensado para lograr la mejor calidad de vida posible. Además, se lo había ganado ella solita. Era un premio, un reconocimiento por haber puntuado más de nueve en todas las evaluaciones mensuales de desempeño laboral, sanitario y emocional durante el último año. Por eso no podía bajar la guardia. No quería decepcionar a sus superiores. Siempre había sido la empleada perfecta.
Sin más demora, se calzó las zapatillas de deporte. Antes de su cita programada saldría a pasear para cumplir con los ocho quilómetros diarios de caminata recomendados por el Estamento Sanitario Gubernamental para estar en forma. Dentro de unos días tendría que pasar también por el tribunal médico y necesitaba que la evaluación fuera –como siempre- positiva. De lo contrario podría perder los escasos privilegios que le correspondían por pertenecer a la base de la pirámide social y laboral. Desde que el Gobierno clasificara a la población por niveles y funciones, había desempeñado su puesto como mantenedora de la higiene colectiva en hospitales con un rendimiento óptimo. ¡Podía sentirse muy orgullosa!
Camino de la entrevista, iba repasando mentalmente cómo había sido su estado emocional en los últimos meses. Era justo reconocer que, desde que instalaron los proyectores de pensamiento en las calles y las empresas de la ciudad, toda la población era más feliz. En el fondo resultaba inútil tener ideas negativas o tristes. Ya no había lugar para la ira, la angustia o la envidia. Tampoco existía la posibilidad de estar deprimido. Además de entrenarlos en el pensamiento positivo, este Gobierno se había ocupado de controlar que nadie se sintiera mal.
Con esa finalidad, se había insertado un nanochip en el cerebro de cada persona, que transmitía y proyectaba los pensamientos en unas pantallas visibles en los lugares más transitados de la ciudad y en el interior de las oficinas, los hospitales y otros centros de trabajo. Cuando alguien tenía una idea o sentimiento inapropiado, un pitido advertía de la desviación. Este sonido, junto a la vergüenza de sentirse incompetente para lograr la felicidad y estar expuesto a las críticas de otros, era un estímulo suficiente para volver a la línea positiva. Para levantar el ánimo, en estos sistemas podía leerse un mensaje: ‘Sé feliz, no pasa nada’.
“Ha sido una idea estupenda entrenarnos para pensar en positivo. Desde que no me permito llorar ni estar triste, soy mucho más feliz”. Esta reflexión ocupaba la mente de Alba cuando llegó a su cita con Eugenio para la entrevista psicológica.
—Pasa Alba, te estaba esperando. Estoy seguro de que tu nivel de felicidad es tan bueno como hace un mes, o incluso mejor.
—Claro…yo también lo estoy. Con Leia en casa y los proyectores en la calle, me siento muy segura. Todo está controlado.
—El informe anual de rendimiento indica que tu productividad ha subido casi un sesenta por ciento. ¡Enhorabuena!
—Gracias. El próximo informe será aún mejor.
—Durante este año has superado con éxito dos circunstancias difíciles para los débiles. Estamos muy orgullosos de ti.
—Claro… con vuestra ayuda todo es posible. Ahora soy más feliz.
—El fallecimiento de tu hermana en enero y un aborto espontáneo en mayo. ¡Y el mismo ánimo de siempre!
—Claro… claro… no pasa nada, soy feliz —. La voz de Alba iba subiendo de tono y empezaba a temblar.
Poco a poco, los mensajes positivos escritos en los cuadros que colgaban de las paredes del despacho de Eugenio, se volvían algo borrosos y empezaban a resultar ofensivos. “La felicidad está solo en ti. No es bueno llorar. Hoy es siempre todavía… mentira, todo esto es mentira”. Alba gritaba enfurecida.
—¡Seguridad! —habló Eugenio, a través del teléfono, manteniendo la calma.
Alba corrió por el pasillo intentando escapar del edificio, pero cuatro hombres del cuerpo nacional de policía la retuvieron sin que pudiera evitar que le administraran un sedante. Cuando despertó se encontraba en un hospital junto a su marido. Eugenio entró en la habitación. Su tono ya no era amable.
—Serás deportada a la ciudad de la tristeza. Nadie cuidará de tus emociones. No podrás disfrutar de ningún instrumento tecnológico de apoyo. Leia ya no estará contigo. Durante seis meses no tendrás ninguna ayuda para lograr la felicidad. Has traicionado la confianza de tus superiores. Sólo tu marido podrá acompañarte.
Alba lloró aliviada.
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