Sobre la desgastada mesa de pino deja el galardón. Se ha hecho tarde, y no está acostumbrado a la noche y sus desconocidos ruidos. Escucha unas carcajadas alzándose por las escaleras del portal. Prácticamente a oscuras -ilumina el piso un tibio farol que se cuela por la ventana-, abre la nevera y saca una lata de guisantes. Coge su única cuchara. Una canción, de repente, invade la sala: dos personas abrazadas que avanzan calle abajo, dispersando con el cántico la oscura bruma pegada al asfalto. Encorvado en su silla, cena sin apetito, mirando el premio. El busto, impertérrito, le devuelve la mirada. Sobre el vacío acumulado van apareciendo, como corcheas silvestres, gemidos de placer. Los vecinos de arriba. Recuerda los minutos, las horas y los años dedicados al proyecto. La juventud sacrificada. La vida no vivida. Contempla la fría recompensa de bronce. Aunque la opacidad que reina no le permite leer la insignia, la recuerda de memoria: Por su obra filosófica «Sobre la felicidad«. Se descalza, se tumba en la cama. Programa la alarma en el móvil. «No hay mensajes nuevos«. Intenta dormir rápido. No quiere escarbar en esa sensación interna que le está asfixiando. No quiere escuchar la verdad que golpea, derribando las paredes de su farsa. «Y ahora qué» piensa desesperado. Y de las sombras, de las tinieblas allí embotadas, chirría la respuesta que ya sabía de antemano: «Ahora, toca vivir«.

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