Nunca me imaginé que todos llevásemos un actor dentro. Cierto es que la mentira forma parte de nuestro ADN pero es asombroso ver cómo la hipocresía se sienta a nuestra mesa y comparte nuestros platos y charlas a diario.
¡Ni siquiera a un buen amigo le dejamos opinar sobre tantos temas como le permitimos a esta nueva acompañante!
Vivimos en una era en la que la competitividad por mostrar que somos mejores pugna por batir a lo que somos en realidad. Nos maquillamos, nos vestimos con algo que indudablemente muestra un cuerpo diferente al nuestro y saltamos al cuadrilátero para golpear primero.
No hay opción a la debilidad. Perder no se contempla.
Vamos a la playa y, en vez de relajarnos con el sonido de las olas y la brisa marina, nos pasamos horas haciendo fotos para luego retocarlas y subirlas a nuestras redes sociales. Ya sabéis, que parezca algo casual pero que, en el fondo, esté pensado hasta el último detalle. Por mucha adrenalina y orgullo que sintamos, la balanza siempre se inclina por los efectos de retoque fotográfico que hayamos hecho.
Ya no invertimos el tiempo, sino que lo perdemos. Lejos de agobiarnos por ver que nuestras vacaciones han pasado volando, nos jactamos con cada like que hemos recibido.
Ver que un compañero del colegio al que no hemos vuelto a ver le da al corazoncito nos pone a mil. Lógico para animales que aún no han desarrollado su inteligencia pero ¿para nosotros?
Y luego está lo de construir una casa virtual cuando ni siquiera sabemos poner un clavo en la pared de nuestra habitación.
Por no hablar de recoger la ropa tirada en el suelo o poner la cazuela.
¡Menudo elemento complicado es el cazo de cocina! Es probable que tenga un libro de instrucciones de unas 100 páginas como mínimo. Pero no, es más sencillo pedir comida a domicilio o coger algo preparado del supermercado.
Vivimos bajo una vorágine de actividades en las que apenas nos relacionamos físicamente con nuestros iguales. “Hay gente que incluso va al gimnasio”, dicen los que practican aquello que llaman fitness interactivo. La gente queda para estar sentados en el mismo bar pero con la mente, el teclado y la pantalla en lugares muy distintos.
Se piensa que así se evitan muchas discusiones religiosas o políticas. Sin embargo, luego nos cabreamos en las redes con gente que ni conocemos y, al final, acabamos más enmarañados que una mosca que ha aterrizado en una viscosa tela de araña. Y los hashtag son los aliados que tenemos para dar nuestra opinión en un entorno en el que a nadie le importamos lo más mínimo.
Mientras tanto, de fondo, una voz infantil nos dice algo como “Mami, ¿juegas conmigo?”. Claro que queremos, pero siempre suena un pitido que nos avisa de otro corazoncito y esa cita ineludible nos obliga, a punta de dedo acusatorio, a teclear de nuevo.
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