La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.
(“Un poeta menor”)
(Jorge Luis Borges. En “El oro de los tigres”)
Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
(…)
Y todo es una parte del diverso
cristal de esa memoria, el universo;
(…)
(Jorge Luis Borges. “Everness”)
En la página 151 de la edición del Fondo de Cultura Económica del libro de Ernst Cassirer, Antropología Filosófica (1944), se lee:
“Hace unos treinta y cinco años se encontró un viejo papiro egipcio entre los escombros de una casa; contenía varias inscripciones que parecían ser las notas de un abogado o de un notario público referentes a su negocio, borradores de testamentos, de contratos legales y cosas por el estilo. Hasta aquí el papiro pertenecía, sencillamente, al mundo material; no tenía importancia histórica ni, por decirlo así, existencia histórica. Pero se descubrió la existencia de un segundo texto debajo del primero y, luego de un examen atento, se reconoció que se trataba de los restos de cuatro comedias de Menandro, desconocidas hasta entonces. En este instante cambió por completo su naturaleza y significación. No nos hallábamos ya ante un mero trozo de materia; el papiro se había convertido en un documento histórico del máximo valor e interés. Servía de testimonio de una etapa importante en el desarrollo de la literatura griega.”
Hasta aquí el relato de Cassirer.
Nosotros nos referiremos a unas Escrituras Públicas traslativas de dominio que datan de principios del siglo veinte, redactadas por un ignoto escribiente de una notaría provinciana, archivadas (quizás fuera mejor decir enterradas) y hoy celosamente custodiadas por un, también para nosotros, desconocido Jefe de Registro Patrimonial en un Municipio de la Provincia de La Pampa, Argentina. No se han hallado restos de ninguna comedia de Menandro ni ningún otro tipo de documento de interés histórico en ellas.
Luego, como estos documentos no han cumplido las condiciones requeridas por la Ciencia de la Historia no tendrían (siguiendo a Cassirer) existencia o valor histórico. Además (y ahora según Borges) llegarán mucho antes que las comedias de Menandro a la meta común de todo (y de todos nosotros), que es el olvido.
Quién sabe desde hace cuántos años duermen, silenciosas y polvorientas, en algún recóndito estante de una oficina municipal, inútiles a todos los fines, esas escrituras pampeanas, sin que nadie advierta su existencia. Solo alguna vez un par de ojos habrán de tropezar con ellas; un hecho que nosotros, por pereza y para simplificar, adjudicaremos al azar y que otros, más prosaicos (o más perspicaces) atribuirían al determinismo universal (en este caso convertido en mero determinismo administrativo).
Entonces esos ojos, apartados por algunos instantes de su rutina funcionarial, recorrerán, curiosos, los papeles ajados y amarillentos, interrogándose sobre las vidas que hubieron detrás de aquella prolija caligrafía notarial. (Cuando decimos vidas queremos decir, en una enumeración que es imposible hacerla taxativa, rencores, anhelos, deseos, celos, odios, ambiciones, risas y llantos, pequeños logros, vanidades, y, mayoritariamente, una enorme cantidad de horas vacías, de horas muertas).
En ningún Tratado de Historia ni Registro Público alguno quedará asentado oficialmente el momento del encuentro entre aquel par de ojos curiosos y los casi derruidos documentos notariales, nacidos con más de un siglo de distancia. Y tampoco serán estas líneas, por supuesto, las que lograrán arrebatarle al olvido su negocio.
Fatalmente, y aunque no fuera pertinente, viene a nuestra memoria la sentencia de Deleuze, citando a Foucault, respecto de que el hombre es una figura de arena entre dos mareas. Si, como enseña el Derecho, lo secundario sigue a lo principal, las miradas curiosas, y los textos, ambos de los hombres, serán arena también.
Comentarios liminares.
1.
Una hipótesis (acaso nada novedosa) supone que habría un estado más definitivo que la muerte, y es el olvido. Porque es evidente que la muerte supone una vida previa, pero en el olvido se hace patente el “esse est percipi”. El no percibir a los seres, la ignorancia de las cosas, los convierte, de un solo golpe, en nada. No existen. Y aún peor, nunca existieron.
Pero tal vez esta conclusión se halle sesgada, entre otras cosas, por una fe absoluta en la idea de “individuo”. El concepto de individuo, y también del “Yo”, como hoy los conocemos, sería una elaboración relativamente moderna. En cambio, en las civilizaciones primitivas, el individuo puede ser cualquier otro, es decir es nadie.
Ya Parménides y Heráclito pusieron blanco sobre negro en la discusión acerca de lo Uno y lo múltiple.
También sabemos que la emergencia de la inteligencia en una especie animal tuvo como consecuencia, mediata o inmediata, el autoconocimiento. El individuo piensa, (“se piensa”) distinto y separado del resto, del Uno (del Todo).
De tal manera, si nos apartamos un poco del concepto de individuo para pensar en términos de un Todo, es decir de miembros imbricados en un Todo, no habría muerte ni olvido. Surgiría, en cambio, otra idea: el devenir.
2.
El concepto “horas muertas” deberá entenderse menos como horas desocupadas u ociosas que como esas horas en las que el individuo deja de ser él mismo. Menos el ahogo que causa el tedio o la falta de pasión que el aturdimiento de una vida enajenada.
En ese entendimiento, por ejemplo, las horas de un trabajo alienado o de algunos compromisos sociales serían horas vacías. Y también en ese sentido, para el pintor apasionado, horas muertas serán todas las que transcurren entre pintura y pintura.
Notas bibliográficas:
1) Acerca de la sentencia de Deleuze, citando a Foucault, véase el libro de Deleuze, Gilles: «Foucault». (Barcelona: Paidós, 1987)
2) Respecto del concepto de «individuo» y del «nadie», véase:
– Philippe Corcuff. Las nuevas sociologías. Siglo XXI. Buenos Aires (2014)
– Mircea Eliade. El mito del eterno retorno. Editorial Planeta (1984)
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