—La consigna es pongan junto lo que va junto—dijo la maestra, mientras distribuía los bloques lógicos: triángulos, cuadrados y círculos; amarillos, azules y rojos; grandes, medianos y pequeños.

—Por ejemplo, todos los amarillos. ¿Se entiende?

Gise, una niña silenciosa, agrupó las fichas en un único conjunto.

La maestra se acercó.

—Gise, intenta dejar unas adentro y otras afuera.

—Es que todas son de cartulina.

La maestra hizo una mueca.

—Todas son figuras, tienen algún color, están en mi banco, todas no son verdes… — contestó Gise.

—¡Todas no son un pato, todas no son una comadreja!… ¿y hasta cuándo la seguimos? ¿Qué pasa, Gise? — dijo la maestra.

La niña miró hacia arriba, la docente estaba al lado del banco y no lograba ver su rostro.

—No quiero dejar nada afuera. Ayer hablamos…— empezó a decir la niña.

—¡Qué tiene que ver! — La maestra se impacientó —. En Educación Cívica hablamos de no discriminar, pero esto es otra cosa… concéntrate en las fichas.

Intentó alejarse del banco, pero Gise insistió.

—No entendí qué es gitano.

—Pero eso fue ayer. —La maestra miró los ojos de la nena—. Bueno, gitanos son una comunidad con costumbres distintas a las tuyas…te vas a dar cuenta, cuando los veas.

—¿Y por qué se los discrimina?

—¡Pero no! Ayer dijimos que no se los debe discriminar—la maestra arrugó la frente.

—Pero, ¿por qué se los discriminó alguna vez?— preguntó Gise.

La maestra hubiera advertido la paradoja de una desigualdad negada y afirmada a la vez, de haber aprehendido los textos, estudiados en alguna ocasión, sobre la performatividad del lenguaje. Sin embargo, entendió la situación desde los límites de su lenguaje, a decir de Wittgenstein, límites de su mundo. Así, de repente, se movilizó internamente con un recuerdo de sí misma en la escuela primaria: unos gitanos estaban de paso y sus hijos irían a la escuela por tres meses.

—¡Cómo es posible que recién en este instante me dé cuenta! — pensó la maestra— la muy maldita me sentó con la niña gitana, claro, eligió a la campesina, a la que no diría una palabra.

La sensación de haber sido discriminada duró unos segundos y reaccionó.

—Ven, Juani, ayuda a Gise.

—Se pone junto lo que va junto y se separa lo que se separa…como en la fila, nenas, nenes… y un discapacitado, el Tomi…, mira, junta todos los amarillos, así—explicó el niño.

Juani empezó a agrupar, Gise le sacó la mano y lo hizo ella.

—No sabía que se discriminaba a los gitanos, ¿y vos? — dijo Gise.

—¿Qué son gitanos? —preguntó Juani.

—Bien —dijo la maestra, acercándose— vamos a apurarnos. La supervisora nos visita con estas pruebas, y está esperando. Ahora, Gise, escribes el nombre del conjunto, “Fichas amarillas”, cuentas y anotas el número en el casillero.

La docente no vislumbró la envergadura de la tarea solicitada, pero Gise intuyó hegelianamente las tensiones entre lo universal y lo particular. No entendía bien qué se le pedía, el salón estaba lleno de fichas amarillas y era probable que también las hubiera en otros salones y escuelas, y aunque no se le ocurrieran otras especulaciones, esas dudas la paralizaban: ¿contaría al menos todas las del salón? La niña absorta notó que tampoco podía nombrar de otra forma esas fichas amarillas que estaban en ese momento, en ese banco, en esa escuela. Sin embargo, lo intentó del mejor modo que pudo, con algunas faltas de ortografía, en su primer año escolar, significando: “Fichas amarillas del banco en el que se sentó Gisela Benegas el día veinte de agosto de 2015 en la escuela Rosarito Vera = 9”.

La maestra retiró la hoja y volcó el resultado en una grilla: “presenta dificultades en la comprensión de la consigna”, “logra hacerlo con ayuda”, entre otros indicadores.

No se preocupaba demasiado, estaba dispuesta a retocar los datos, unos pocos alumnos con dificultades le otorgarían verosimilitud a su grilla y tampoco la dejarían tan mal parada cuando, previsiblemente, el mes próximo, anunciasen un correspondiente curso de capacitación, tras el fracaso generalizado de las pruebas. Simples razones aristotélicas para tornar verosímil que un estudio sistemático tenga datos falaces o que un docente quiebre su intrínseca honestidad: un posible (que todos tengan éxito -lo que hablaría bien de ella-) resultaba inverosímil; sin embargo, un imposible (el fracaso de todos) sería totalmente creíble, culpando, en principio, a la maestra, y luego, al sistema educativo o a la sociedad.

—Ahora, Gise, este formulario con factores bióticos y abióticos. Lo mismo, tienes que agrupar. Te ayuda Dani.

—Hola, Dani— dijo Gise, mientras armaba un grupo con el sol, el agua, las plantas, las montañas, el león, porque para su comunidad, perteneciente a pueblos originarios, todo está vivo.

La maestra lo verá y volverá a marcar indicadores para una niña anulada, dado que, desde su cultura occidental y cristiana, solamente admitirá, para enseguida subordinar a la ciencia, la paradoja de alguien que fue verdadero hombre y verdadero dios, pero rechazará todo intento de mezclar hombres y animales, montañas y dioses, o tierras y madres.

Dani tomó el último formulario que solicitaba agrupar cosas del pasado y del presente. No había tenido problemas con los otros, pero éste lo llenaba de dudas: hoy también hay velas, caballos, carretas, baldes con agua, calles de barro, además de autos, canillas y pavimento.

La maestra lo ayudó.

—¿Ves, Dani?…la idea es que antes había solo caballos y no autos, solo calles de tierra y no pavimento…¿entiendes?

Unos minutos más tarde el timbre marcó el final de la jornada.

La madre de Gise esperaba afuera.

—¿Qué tal hoy?

—Tere se peleó con Ani— dijo Gise.

—¿Y qué más?

—Nada, hubo prueba.

Dani y su papá se metieron en la calle de barro, subiéndose al carro de cirujeo atado a un viejo caballo. Llevaban agua de la canilla comunitaria en bidones. El niño apoyó la cabeza en el brazo de su papá, mirando las cosas del pasado y preguntándose cómo se hace para vivir en el presente.

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