A la espera del almuerzo

A la espera del almuerzo

A mis 26 años de edad, me encontré mirando la vieja calle que tantas veces recorrí durante mi infancia. Solo había regresado para buscar a mi abuela, el evento familiar del año nuevo, ya estaba por comenzar. En ese lugar, frente a la puerta de hierro, aguarde por mi abuela, quien había entrado por tercera vez, «buscando unas sandalias que no le maltrataran tanto los pies». No había notado, lo mucho que me hacía falta recorrer aquella vieja calle. El olor de mi platillo favorito, penetro mi nariz, como si de un fantasma se tratara, «arroz, con lentejas y patas de puerco». Ahora que lo pienso, me da algo de vergüenza admitirlo, pero ese era mi platillo favorito. Tiempo después, mis padres me explicaron que se trataba de una comida desagradable, que solo consumían las personas con precarios ingresos económicos. No necesite que me explicaran nada más, mi abuela, era la señora desagradable, que había elegido vivir en una casa vieja, al final de un callejón.

¡Andysito, me voy a demorar! – Grito mi abuela a todo pulmón. Suspire y mire al cielo con resignación. Pensé en decirle que me llamará cuanto finalmente estuviera lista, pero la vieja calle, llamó mi atención.

– ¡Yo la espero! – Le conteste, mientras avanzaba por la vieja calle con algo de timidez. No estaba seguro de lo que pretendía encontrar.

Toda la zona había sido comprada por un empresario extranjero, 10 años atrás. En el lugar no construyeron edificios departamentales, ni lujosos centros comerciales. Las tristes y grises estructuras que se levantaban a ambos lados de la calle, eran solo depósitos. Me sentí muy mal. Antes esa calle rebosaba de ruidos, niños jugando, muchos de ellos amigos míos, la música folclórica de los vecinos, el escándalo metálico de un taller mecánico, y una jauría de perros que ladraban y perseguían a todo el que se atreviera a cruzar su territorio.

Sonreí con todos esos recuerdos. Cerré los ojos, y una vez más fui ese travieso niño de 8 años, que salía de la escuela con el uniforme completamente sucio, recorriendo casi 4 calles para llegar a la vieja calle, que conducía a la casa de mi abuela, en donde me esperaba el platillo más delicioso del mundo. La primera familia de la calle, eran los «Almirez», recuerdo que el hijo mayor era un busca pleitos, siempre peleando con otros niños. Lo que más me llamaba la atención, era la madre, siempre tenía marcas de golpes en el rostro. Nunca le di importancia, hasta ahora que lo pienso, y hasta ahora que lo analizo, tal vez por eso, el hijo mayor, era tan problemático.

En mi mente rememore el taller mecánico, siempre ruidoso y sucio. Mi abuela me castigaba cada vez que me acercaba al taller. Cuando era niño, no analizaba los riesgos, mi abuela siempre estaba ahí para cuidarme. Años después, me entere que el taller, no era más que una fachada, y en la noche, se dedicaban a la distribución de sustancias ilícitas. Mis padres siempre me hablaron mal del barrio en el que vivía mi abuela, y solo cuando crecí, comprendí lo peligroso que era.

Justo frente a la casa de mi abuela, estaba un largo lote baldío, que siempre estaba lleno de basura, charcos pantanosos que nunca se secaban, y a veces de cosas peores. Era fácil llegar a la carretera principal atravesando ese lote, pero los perros siempre estaban rondando ese lugar, así que la mayoría de las personas preferían recorrer las cuatro calles necesarias para salir a la vía principal. El hijo mayor de los Almirez me molestaba, diciéndome que «las mafias» arrojaban a los ajusticiados en ese lugar, y que los perros se comían los restos.


Siento escalofríos cada vez que recuerdo eso. Esta vieja calle alberga mis recuerdos más felices, pero también me mostró lo peligrosas que podían ser algunas personas. El chiste del niño busca pleitos, resulto ser cierto. Me entere, que en aquel lote baldío encontraron 17 cuerpos, todos de mujeres. No eran «las mafias», era solo un monstruo (no puedo llamarlo humano), que hacia cosas horribles a esas mujeres, y al terminar con ellas, dejaba sus cuerpos (o lo que quedaba de ellos), frente a la calle, en donde crecí.

El ruido de la vieja calle (los niños jugando, los perros ladrando, el taller, los vecinos peleando, y el señor Almirez, golpeando a su esposa). Definitivamente era un lugar feo, desagradable y peligroso, pero ahora esta vació, silencioso, solo los grandes depósitos de concreto que se alzan a cada lado, son los testigos mudos de las pocas cosas que pasan ahora por esta esta calle. No puedo recordar, porque era feliz en un lugar como este, mis padres tenían razón.

– Andysito, mijo… ¿qué haces ahí parado? – pregunto mi abuela. La mire. Estaba más pequeña, más débil, más arrugada, pero su sonrisa era aún más hermosa. Entre sus manos temblorosas, llevaba una bandeja grande con arroz, lentejas y patas de puerco. – Siempre disfrutaste mi comida, mijo; también llevo un poquito para tus padres. – Comento aquella anciana que tanto cariño me brindo; y entonces recordé, porque durante mi infancia, recorría la vieja calle hasta el final, ignorando todos los males, que acechaban en cada esquina.

Abuela, perdóname, por no regresar, – le dije, sin lograr contener mis lágrimas. Ella coloco la bandeja sobre la vieja calle, y me dio un largo abrazo.

Ahora, puedes venir tantas veces, como quieras, – me contesto, con aquella dulce voz. Pude verme sentado sobre una silla, frente a la mesa, en aquella cocina que siempre olía a quemado, con mi abuela sonriéndome, mientras devoraba otro gran plato de arroz, con lentejas y patas de puerco.

Sí, definitivamente era una calle fea, desagradable y peligrosa, pero al final de esa calle, siempre encontraba una casa acogedora, una cocina que siempre olía a quemado, mi plato de arroz, lentejas y patas de puerco, y a mi ángel guardián.

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