He vuelto a soñar con ella. Iba en una carreta cercada por el griterío. Luego, al llegar a la plaza, la luz redonda ya era la hoguera en la que iba a consumirse. Había cantos religiosos, un vocerío infame, mujeres con la cara desencajada, con los ojos fuera de sus órbitas. Había mucha gente alrededor de la pira. Conseguía abrirme paso cuando llegaba la carreta tirada por dos hombres semidesnudos, tocados con un capirote. La comitiva había salido de la Catedral, avanzó por Hombre de Palo, Cuatro Calles, Calle Ancha hasta llegar a Zocodover. Olía a pólvora, a carbón de lumbre y a madera mojada. La luz era muy intensa, de un blanco cegador en el mediodía de la plaza.

Entonces desperté.

Qué hago con esta historia, que se repite desde hace tiempo, después de salir de este museo, cerrar las puertas, mirar la calle con piedad, porque me digo -cuántas miles de veces- que tendría que irme para siempre, arrancarme la humedad de estos muros y el sonido de los adoquines bajo mis pies. Qué hago con ella si todo se acaba aquí, en esta plaza abierta como un corazón a cinco arterias, que se desangran con mis recuerdos. Si miro atrás, no veo otro espacio del que escapar, he subido y bajado por esta calle desde niño, y he visto que muchos desparecían como cerraban tiendas, que algunos permanecían envejeciendo como sus muros, y esta sensación de llegar tarde a la cita como al verano, permanecer en esta estación fría de la indecisión, de la calle del Comercio al Ludeña, del Ludeña hasta Zocodover y en el bar Toledo acabar el día leyendo periódicos atrasados y levantando la vista para visualizar la escena: La han arrastrado hasta la pira porque es una masa imposible de contener, su fuerza y sus gritos, sus miembros que han cobrado una energía que le faltaba en la celda de la Posada de la Hermandad. Allí escuchó la sentencia de la Santa. Impasible. Como si fuera a escucharla cada mañana de su vida. De su larga vida que mis sueños te regalan, mi desconocida, más allá de ese día y esa plaza.

Cuando abro la puerta del piso, sé en secreto qué puedo esperar. Y me asomo al balcón y miro grupos de turistas japoneses conducidos por esta calle con sus cámaras como gritos contra la rutina. Su vida no es muy distinta a la mía, también tienen su calle, su plaza, como esta calle Ancha que no has podido ver, desconocida, con sus comercios de siglo XXI recreando la historia en platos de damasquino, en cerámicas anacrónicas, en espadas como voces antiguas, motivos baratos del recuerdo de un día de turismo por la urbe desolada. La tarde cae vaciando la calle, y la noche se olvida de todos nosotros y también de tu historia. Sólo pasos fugitivos preguntando al silencio.

Porque cada mañana, cuando subo esta calle para ir al museo, pienso en ti. Y en mi hija adolescente – tal vez de tu misma edad- que se fue con su madre harta de la vida de provincias, de la estrechez, de este ir y venir por estas calles angostas, tan frías en invierno, como reteniendo todo un pasado que no se cierra, que te deja dentro, enclaustrado, y te mina las ganas, te quema el futuro que ni siquieras llegas a atisbar. Dicen que no se respira a pesar de la altura, de este monte ocupado, horadado, de estas casas pegadas con humedad y oscuridad, como si sus moradores se quisieran enterrar en vida. A veces, desde el río, subiendo por las calles estrechas y últimas, desemboco en la calle Ancha y entro en tu sueño, en la locura de un mediodía que termina en la hoguera, y que se vuelve oscuridad en el tiempo. Cómo te busco entonces, desconocida, como busco tu fuego, donde salvarte y salvarme.

Resultado de imagen de auto de fe en la plaza de zocodover de toledoAunque, en mis sueños, nunca te he acompañado hasta el final. Esa luz blanquísima, como si cayera sobre una amplia meseta y no sobre esta plaza irregular, se funde paulatinamente con el negro, como el fundido de las películas, y ya me encuentro en mi cama, mi cuarto, desposeido, lejos de la tarima donde te van a atar unos hombres oscuros, sin rostro, y una salmodia se eleva como papel quemado ante el silencio repentino del gentío. Tal vez tú sí me acompañas cada mañana, instalada en algún lugar de mi cabeza, y asistes a mi torpe y consabida erudición en las explicaciones frente a un cuadro, ante una pareja extranjera, que nos mira con fingida atención preguntándose sobre el origen de la leyenda, de la vida del pintor que llegó para enterrar sus sueños en esta ciudad.

Luego, camino lento hasta la plaza, de regreso, y bajo por esta calle sabiendo que me esperas, que escucho ya el tartamudo rechinar de la carreta, el olor a incienso y tomillo que levanta a su paso, los niños harapientos que quieren trepar ante el descuido y escándalo de sus padres, la alta cruz que preside, refulgente, los jinetes a los flancos, orgullosos y heráldicos, y mis ojos como pescadores insólitos, que quieren tirar de ti, sacarte de este sueño, salvarte para mí, porque ya temo que me queme contigo para siempre en esa hoguera.

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