Casas que resbalan hacia el mar

Casas que resbalan hacia el mar

David G.Cruz

12/02/2019

Un burro asomado a la ventana de un octavo piso. Fuego en las escaleras, palmas y cachivaches. Esa era la estampa que cuentan que había nada más estrenar el barrio. De eso hace ya cuarenta años. Siempre con un sol radiante sobre nuestras cabezas.

Veníamos de un barrio obrero para mudarnos a un nuevo barrio, obrero también, de casas que resbalan hacia el mar. Lleno de parques y espacio para todos los nuevos vecinos, con vistas al mar para los afortunados que vivían en los pisos más altos. Unos de esos afortunados fuimos nosotros. Mi padre trabajó en la construcción de aquel barrio y se reservó un octavo piso con vistas al mar, con Barcelona al fondo y a la montaña. Gran parte de las viviendas de protección oficial se las asignaron a gente con escasos recursos, por no decir nulos, dejando muchos pisos por un alquiler simbólico. No era nuestro caso. Dentro de esas familias se encontraban los gitanos, que igual que en las tres mil de Sevilla, dejaron sus chabolas y se llevaron con ellos sus pertenencias, burros, candelas, y todo su mundo al nuevo barrio. Cuentan que hubo muchos problemas de convivencia.

Recuerdo como a principios de los ochenta, los hijos de los recién llegados salíamos a la calle a jugar. Nos presentábamos de la manera más directa que hay.

– Hola soy tal.

– Yo me llamo tal… Juguemos. Y jugábamos. A las canicas, a la lima, el trompo, fútbol…

La bodeguilla de la esquina servía vino a granel. Me mandaban de tanto en tanto ir a comprar un litro de vino tinto, que el mesero me ponía en mi botella de cristal, llenándola directamente de la barrica. El olor a vino mezclado con el olor a tabaco lo impregnaba todo. Copita de vino y tapita. Mondadientes pegados eternamente a los labios y el canto de los jilgueros enjaulados de fondo. Los bares y negocios abren y cierran constantemente, pero treinta y cinco años después sigue la misma bodeguilla con distinto propietario, presumiblemente un antiguo parroquiano que sirve a viejos que antes eran jóvenes y parroquianos, manteniendo las mismas costumbres. Copa de vino y tapita. Todos ellos unos audaces jugadores de mus y de dominó.

Los dos comercios colindantes a la bodeguilla las llevaba la señora María, vendían todo tipo de comestibles y pequeños enseres para el día a día. Tenía empleados a su marido e hijos.Tenía dos hijas y un hijo. Pepe, el hijo, después de poner fin a sus días vendiendo el pan a sus vecinos, decidió abrirse camino como fotógrafo deportivo, fotografiando a los cracks de la época. Mucho tiempo después supimos que su jefe era el señor que se esconde tras el personaje de el señor Barragán.

Enfrente de nuestro edificio, vivían gente con la que nos criamos, gente que, o han ido muriendo, han ido mudándose o acumulando condenas por robos y tráfico de drogas, permaneciendo más tiempo en la cárcel que fuera de ella. Una mujer alta y rubia, de aspecto brusco, y cara de pocos amigos trapicheaba vendiendo droga. Tenía a sus hijos amedrentados, que a su vez tenían atemorizados a todo el barrio. Parece ser que estaban condenados a seguir los pasos de su madre. Ella murió. Sus vástagos, tarde o temprano, acabaron en la cárcel.

En el piso de al lado de esta familia rota por la droga, se encontraban una señora gitana muy menuda, siempre vestida de negro, de eterno duelo por su marido fallecido. Llevaba el pelo recogido en un moño, de voz frágil, como todo su cuerpo. Su hijo, también vestía siempre de negro, alopécico, con el poco pelo que tenía peinado hacia atrás. Los vecinos contaban que había sido uno de los antiguos palmeros de Peret. Vecino ilustre de Mataró, al que se le podía ver con frecuencia por el barrio en su época como predicador evangelista en los ochenta. La iglesia evangélica la teníamos en el otro edificio de al lado, en un bajo que convirtieron en un local para celebrar El Culto, que demasiadas tardes se fundían en un ardor religioso exclamando cosas como;

– ¡Arrodillaos hermanos! ¡el señor está con nosotros!

– ¡Aleluya! ¡Alabado sea el señor!

Lo mejor eran las interpretaciones al final de la misa con las guitarras haciendo palmas y cantes.

Otro vecino que se me quedó grabado en la memoria, fue aquel chico unos cuatro o cinco años mayor que nosotros, que tenía una deficiencia mental. Corría durante horas calle arriba, calle abajo con su pelota bajo el brazo. Haciéndola botar al suelo para luego echar a correr de nuevo. Así cada día. Muchos de su edad se mudaron o murieron pero él sigue ahí. Ya no juega a la pelota, ya no corre, pero sigue teniendo la misma figura rechoncha, con la cara llena de cicatrices de un acné que le duró décadas. Su madre, ya casi octogenaria, sigue cuidando de él. Él sigue regalando sonrisas, cada vez más tímidas eso sí.

En el bloque donde vivíamos de toda la vida hemos sufrido los grupos de chavales que se pasan todo el día en una esquina donde se guarecen de la lluvia y pueden fumar a gusto. Forman jaleo y ensucian de todas las maneras posibles el rincón, zona de paso para todos los vecinos. Uno de los vecinos, el del perro Peter, un vecino al que siempre se nos olvida su nombre, pero no el de su perro, tenía una curiosa forma de ahuyentarlos.Se ha pasado más de treinta años echando cubos de agua para echar a todos los chavales que se apoderaban de aquel rincón. Ellos llegan, ensucian y se van, y vienen otros nuevos. El del perro Peter sigue erre que erre, echando cubos de agua, aunque Peter hace años que ya no esté entre nosotros.

El barrio cada vez que lo visito, sigue bañado en esos rayos de sol y esa brisa del mediterráneo que tanto le caracteriza. Infinitamente más tranquilo ahora. Envejece lentamente, como lo hacemos nosotros.

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